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cardinales en que reposa la misma teología de santo Tomás. El<br />
borrón de puntos estáticos sucesivos deposita, en los posos del<br />
alma, la ilusión del fluir bergsoniano. Las mónadas irreducibles<br />
de Leibniz se traban como átomos ganchudos. La filosofía<br />
natural se debate en el conflicto de lo continuo y lo discontinuo,<br />
de la física ondulatoria, enamorada de su éter-caballo, y la física<br />
corpuscular o radiente, solo atenta al átomojinete. El polvo<br />
¿cabalga en la onda o es la onda? El cálculo infinitesimal mide el<br />
chorro del tiempo, el cálculo de los cuantos clava sus tachuelas<br />
inmóviles. ¿La síntesis? La continuidad, dice Einstein, es una<br />
estructura del espacio, es un “campo” a lo Faraday. La unidad es<br />
foco energético, fenómeno, átomo, grano tal vez de polvo.<br />
Heráclito, maestro del flujo, se deja medir a palmos por<br />
Demócrito, el captador de arenas. El río, diría Góngora, se<br />
resuelve en un rosario de cuentas.<br />
¿Por qué no imaginar a Demócrito, en aquella hora de la<br />
mañana, cuando hablan las Musas según pretendían los poetas,<br />
reclinado sobre sus estudios, la frente en la mano,<br />
pasajeramente absorto, en uno de aquellos bostezos de la<br />
atención que el resto aprovecha para alancear la conciencia con<br />
partículas de la realidad circundante, metralla del polvo del<br />
mundo, herida cósmica que acaso alimenta las ideas? Un rayo<br />
de sol, tibio todavía de amanecer, cruza la estancia como una<br />
bandera de luz, como una vela fantasmal de navío. Red<br />
vibratoria que capta, en su curso, la vida invisible del espacio,<br />
deja ver, a los ojos del filósofo atónito, todo ese enjambre de<br />
polvillo que llena el aire. Una zarabanda de puntos luminosos<br />
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