Benedetti, Mario - El porvenir de mi pasado
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Seba escuchó que se abría la puerta <strong>de</strong> calle. Diez <strong>mi</strong>nutos <strong>de</strong>spués<br />
entró el padre con una mujer todavía joven y atractiva, que exa<strong>mi</strong>nó a<br />
Sebastián con una <strong>mi</strong>rada que mezclaba el encanto con la turbación.<br />
«Bueno, bueno», dijo Basilio. «Ha llegado el momento crucial <strong>de</strong> las<br />
presentaciones. Este es Sebastián, <strong>mi</strong> único hijo. Y ésta es Carmela, <strong>mi</strong><br />
futura.»<br />
Como cul<strong>mi</strong>nación <strong>de</strong> aquel trance épico, Basilio no pudo contener una<br />
carcajada nerviosa.<br />
Pero Sebastián sabía (y ella también) que esta Carmela no era Carmela,<br />
sino la cautivante Gloria <strong>de</strong> sus quince abriles.<br />
AMOR EN VILO<br />
amor en vilo<br />
la sospecha entreabre<br />
su celosía<br />
De golpe y porrazo entró en el exilio. Calles <strong>de</strong> verdad en las que no<br />
creía. Bajo el cielo plo<strong>mi</strong>zo, mujeres con rostros <strong>de</strong> arco iris. Esquinas<br />
<strong>de</strong> oscuridad con basura impecable, pero distinta. Ventanas que e<strong>mi</strong>tían<br />
cantos provocadores y mensajes obscenos. Qué laberinto.<br />
En su pobre cuarto <strong>de</strong> pensión entró por fin el cielo, que <strong>de</strong> improviso se<br />
había vuelto azul con un cinturón <strong>de</strong> nubes espumosas. Eso le animó a<br />
instalarse mentalmente en su casa remota, nada menos que a doce horas<br />
<strong>de</strong> vuelo. <strong>El</strong> candor <strong>de</strong> su madre, el llanto <strong>de</strong> los sobrinos. Y luego los<br />
golpes groseros en la puerta, la invasión <strong>de</strong>l espanto. La tortura<br />
corriente y otras profecías. La suerte o la conciencia, con su red <strong>de</strong><br />
fantasmas. Y el puntapié final por sobre los océanos.<br />
Se <strong>de</strong>sperezó por fin y se metió en el mundo. <strong>El</strong> mendigo lo vio venir y<br />
no le tendió la mano pedigüeña. Sólo le dijo: «Aquí». Era su idioma y no<br />
lo era. Hasta los harapos eran otros. Le preguntó algo y el indigente le<br />
respondió algo. Luego dijo: «¿Vas a quedarte? Te echaron, viejo. Estás<br />
jodido, como yo. Si querés te presto unos pingajos para que me<br />
acompañes. Ah, pero no con ese traje do<strong>mi</strong>nguero. Me espantarías la<br />
clientela». .<br />
Le <strong>de</strong>jó unas monedas, le dijo gracias y se alejó casi corriendo, como si<br />
huyera <strong>de</strong> un futuro posible. Tenía las señas <strong>de</strong> dos compatriotas. Sabía<br />
cómo llegar. Ca<strong>mi</strong>nando, claro. Dos horas más tar<strong>de</strong> pudo tocar el timbre<br />
en la puerta <strong>de</strong> Augusto. Pero la que abrió fue Pilar. Andaluza cien por<br />
ciento. «Soy Andrés, a<strong>mi</strong>go y compatriota <strong>de</strong> Augusto. Ayer llegué <strong>de</strong><br />
Uruguay.»<br />
Pilar lo hizo pasar y lo ubicó en un sofá comodísimo. Luego le trajo un<br />
vaso con whisky y dos cubitos <strong>de</strong> hielo. «¿No está Augusto?» Sólo<br />
entonces ella se sentó frente a él, se frotó las manos y se animó a<br />
hablar: «Augusto murió. Hace un año, un paro cardíaco. Nada lo hacía<br />
prever».<br />
Ante la cru<strong>de</strong>za <strong>de</strong> la noticia, Andrés se sintió repentinamente frágil. Se<br />
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