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Centro de Documentación de Honduras - CEDOH<br />
permitido desprender la estructura policial de la matriz militar<br />
y devolverla al control de las autoridades civiles, el Estado<br />
decidió trasladar la vieja policía, sin la depuración debida<br />
ni la remodelación necesaria, a los nuevos moldes institucionales<br />
del Ministerio de Seguridad. Se creó un nuevo<br />
órgano -la Secretaría de Seguridad- pero se le dotó de un<br />
viejo instrumento, la antigua Policía. Al final, el viejo órgano<br />
terminó virtualmente absorbiendo a la nueva institución y<br />
convirtiéndola, en la práctica, en algo así como un Ministerio<br />
de Policía. De esa manera, la esperada reforma policial<br />
quedó truncada e inconclusa. Nueva repetición de la misma<br />
y vieja historia.<br />
Liberada de la tutela administrativa de los militares, pero<br />
atrapada siempre en sus hábitos y estilos, la Policía Nacional<br />
empezó a querer volar con sus propias alas. Para ello<br />
disponía de una Ley Orgánica en extremo generosa y permisiva,<br />
obra de los propios jefes policiales que recibieron,<br />
satisfechos, su aprobación directa y sin mayores cuestionamientos<br />
por parte del Congreso Nacional. Por lo tanto,<br />
empezaron a actuar con una recién adquirida autonomía<br />
administrativa e institucional, que les permitía mano libre<br />
para todos sus desmanes y libertinaje funcional.<br />
Pero, como siempre sucede, las crisis acumuladas encuentran<br />
por fin el detonante necesario, el hecho, casual o programado,<br />
que, sin avisar, detona el potencial retenido y<br />
saca a flote la masa de podredumbre y sordidez acumulada<br />
en el interior de la institución o entidad, vale decir, en este<br />
caso, la Policía Nacional. Más concretamente, sus unidades<br />
operativas específicas, las llamadas “postas policiales”.<br />
Eso fue, exactamente, lo que sucedió en la madrugada del<br />
día 22 de octubre del año 2011, cuando un grupo de policías<br />
asesinos, sicarios acostumbrados y revestidos de esa<br />
impunidad criminal que el Estado hondureño permite y, a<br />
veces, genera y estimula, asesinaron a dos jóvenes universitarios<br />
-Alejandro Vargas y Carlos Pineda-, el primero de<br />
ellos hijo de la Rectora de la Universidad Nacional, la socióloga<br />
Julieta Castellanos, una persona conocida y respetada<br />
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