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Antonio Illanes en su taller Uno de los nombres más grandes de la escultura sevillana del siglo XX, que supo entreverar la imaginería cofradiera en su producción abundantemente laica y heterodoxa, fue el de Antonio Illanes, que aparece en esta fotografía de los primeros años 40 tallando una imagen de Cristo. 24 ● mp7 ● febrero 2012 b m d p d c S t b d v u C S n c t v t c a c n r p c p
UNA “RISOTADA GITANA” DICE RICARDO RUFINO QUE ERA LA CANCELA DE CASTILLO LASTRUCCI, QUE TANTAS VECES CRUZÓ PARA VER A SU AMIGO, COMO HICIERA CON SEBASTIÁN SANTOS, ILLANES... LOS VIEJOS PAPELES DE AQUEL CRÍTICO Y CRONISTA RECOGEN LAS PALABRAS Y LOS SUEÑOS DE LOS MÁS ILUSTRES NOMBRES DE AQUELLA SEMANA SANTA Hablan los grandes creadores de la posguerra El 19 de enero de 1973, Ricardo Rufino, hombre soberbio en todas las acepciones de la palabra, picaba billetes para el Elíseo dejando en este mundo a una docena de enemigos formidablemente bien pertrechados, un tinterito precioso de cerámica con dos o tres monedas de cobre, su viejo violín y un bastón de caña que la familia atribuyó siempre a Schumann. Dejó también y sobre todo un tremendo olor a pipa por todo aquel pisito bajo de Heliópolis, abombado de humedadesdeviejasriadasyhabitadoporuna viuda angelical, varias toneladas de libros y una docena de esculturas de Illanes, Castillo Lastrucci, Paz Vélez y Sebastián Santos, de quienes fue amigo, crítico, cronista y, en algún que otro caso, las tres cosas a la vez. La prueba de ello se encontraba tras las puertas de cristal de aquella vieja biblioteca suya, donde dos o tres libritos entregados a la imprenta por él mismo contaban los encuentros del periodista con aquellos grandes genios de la creación cofradiera de la posguerra. Años mágicos noporqueensílofueran(quenolofueron más que de espanto y crueldad), sino por el talento, la honradez y la grandeza con que dichos escultores y otros muchos profesionales, bien con gubia o con aguja, LOS AÑOS MÁGICOS Texto: César Rufino supieron reinventar la Semana Santa de Sevilla desde sus cenizas. “¿Lo mejor de Sevilla?”, repitió con su característico tono sanguíneo y cascabelero Guillermo Carrasquilla, espoleado por el periodista: “La Semana Santa. Eso lo saben hasta en China. Pero lo que no saben seguramente en China es lo que hablamos, discutimos y trabajamos los capillitas sevillanos durante el año en las mesas de los cafés.” Era una tarde de 1942 y el hogar taller del bordador, a la sombra barroca de San Luis, se abría tras uno de aquellos patios que, a decir de aquel visitante, “abundaban tanto en la Sevilla de ayer y que hogaño van desapareciendo con una prisa absurda” y cuya pared frontera estaba compuesta por un retablo cerámico de la Macarena “unas butacas, unas flores y mucha luz”. ¿Y el interior? “Imaginad”, escribe Ricardo Rufino, “una habitación amplia, muy amplia, luminosa, de paredes caleadas, donde no falta ni el espejo, ni las flores, ni la jaula con el canario. Un grupo de mujeres con muchas ilusiones y muchos jazmines en la cabeza trabajan pacientemente sobre los grandes bastidores. En los aires vibran la carcajada, la hipérbole, la fina ironía, la broma y hasta el llanto, ¡por qué no! También salen a relucir a menudo el novio de... aquella que precisamente no está en el taller ese día, los pretendientes y hasta los pretendidos. En los meses del verano, el búcaro blanco o grana es el talismán prodigioso del taller. En el invierno, ¡el sol es tan generoso y arriscado!” Carrasquilla, “humana personificación de la Semana Santa”, decía. Había varios autores, por aquellos años, con méritos más que sobrados para aspirar legítimamente a ese título tan grande. Sobre todo, aquel escultor tan inmenso que bien merecía que un crítico se levantara de su mecedora una tarde de calor, nada menos, y tomase el tranvía para el centro con tal de ir a visitarlo. Y escribe de esa tarde que era “sevillana, calmosa, nostálgica; tarde para pasarla plácidamente bajo la vela, en el patio mudéjar columnado y al conjuro del agua saltarina de la fuente. El cronista inicia su paseo por el barrio señorial y silencioso de San Vicente y, al caminar lento, va observando las pocas casas dignas que quedan en la ciudad, casas de cancelas deliciosas, de patios multicolores, de donde se escapa sutilmente el perfume de esas flores tan sevillanas, tan de aquí, que se llaman jazmines y se llaman rosas y claveles y nardos. En la lánguida Plaza de la febrero 2012 ● mp7 ● 25
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