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Ficción

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SEÑALES ERRÓNEAS DE AMOR por Daniel Ferreira<br />

Ella lo consoló. Dijo que era alguien valioso, y acarició su<br />

frente. Dijo que él sería capaz de hacer cualquier cosa que se<br />

propusiera. Y selló su solidaridad con un abrazo comprensivo<br />

alrededor de los hombros anchos. Él la aferró también y casi no<br />

logra separarlo de su cuello. En la piel quedó una marca de saliva<br />

cuando logró zafarse.<br />

Ella prefirió pensar que se trataba de un descuido suyo. Tal vez<br />

él no entendía que ella solo quería ser su amiga. Y por eso podía<br />

confundir cada gesto, cada visita, con una señal errónea de amor.<br />

–Mira bien el dibujo y dime: ¿nos parecemos, sí o no? Obvio<br />

que quiso pintarme desnuda. Soy yo. ¿No crees?<br />

–¿Por qué? A mí me parece que puede ser cualquiera.<br />

–No. La del dibujo tiene este brazalete, que es idéntico al mío,<br />

y esas medias verdes que yo uso también.<br />

–No creo. Me parece una copia de Manet. La Olimpia de<br />

Manet: lleva zapatillas, corbatín, flor en el pelo y brazalete, y se<br />

cubre el pubis.<br />

–Esta no se cubre el pubis, lleva medias verdes, que son mis<br />

medias favoritas, collar de perlas rojas como el que yo uso a veces,<br />

pashmina y tiene el pelo rubio, y reloj. Viéndolo con lupa es mi<br />

propio reloj. Hasta hizo la marca: Q&Q. Fíjate... ¿no ves que soy yo?<br />

–Qué malparido.<br />

–Te pido que no insultes a las personas en frente de mí.<br />

–Lo siento.<br />

El sábado siguiente ella no fue a visitarlo.<br />

A la media noche, una llamada telefónica intempestiva despertó<br />

a todos los habitantes de aquel caserón de ocho hermanas con dos<br />

años de diferencia entre una y otra. Pensaban que era al fin la noticia<br />

fatídica que llevaban meses aguardando sin aliento: la abuelita<br />

habría muerto tras su segundo ataque de trombosis en la ciudad.<br />

Ella se encogió en la cama y apretó la almohada en la cabeza<br />

para no oír el llanto de sus hermanas al saber la noticia. Pero no<br />

hubo llanto. Un rumor de pasos apresurados subió por la escalera.<br />

Luego los pasos vinieron directamente hasta su habitación.<br />

Golpeaban en la puerta.<br />

Era su madre.<br />

“Es él. Quiere hablar contigo. Le dije que no eran horas de<br />

llamar a una casa decente, pero insistió; dijo que era muy urgente.<br />

Creo que debes contestarle, querida. Él necesita decirte algo”.<br />

–Contesté. ¿Y sabes qué hizo al oír mi voz? Me cantó una ranchera.<br />

Adoro, una canción interpretada por Chavela Vargas que yo<br />

le había puesto un sábado en el tocadiscos. Era tierno, pero no sabía<br />

cantar. Cantaba a gritos como mi papá cuando estaba borracho.<br />

Al sábado siguiente, “la buena samaritana”, como se refería a<br />

sí misma para ironizarse, volvió a visitar al mariachi telefónico<br />

para darle clases de canto y enseñarle a dominar su voz. Llevó<br />

una guitarra con la intención de mostrarle la escala de acordes<br />

en Re Mayor que era todo lo que ella sabía de ese instrumento.<br />

Esta vez fueron a comer helado, pasearon por el malecón y<br />

regresaron a casa cuando caía la tarde. El muchacho entonces<br />

le pidió que viniera el miércoles para pasar la tarde juntos en<br />

la piscina del Club Campestre. Ella aceptó, sin atreverse a<br />

preguntar si acaso no era demasiado peligroso para él lanzarse<br />

a las aguas de una piscina.<br />

El sábado siguiente, le regaló otro dibujo. Era extraño. Con<br />

elementos surrealistas: había un pez dorado flotando en el paisaje.<br />

Había un castillo medieval y, en el castillo, una muñeca que miraba<br />

por la ventana. La muñeca, se parecía a ella, otra vez.<br />

Cuando ella le preguntó qué significaba la muñeca, él dijo<br />

que nada. Que a las muñecas les gustaba mirar por las ventanas.<br />

Al pintar el pez, aclaró, había pensado en su mamá, que siempre<br />

besaba a su papá con los ojos abiertos y movía los labios como si<br />

fuera un pez en un acuario. Ella no comprendió, pero se enterneció<br />

del grado de abstracción del dibujo. Pensó que él era distinto a<br />

todos los demás: un ser aparte, con una gran sensibilidad: un artista<br />

secreto vivía en su cuerpo disminuido. Por un extraño impulso,<br />

de repente se vio lanzarse a él y darle un beso en la mejilla. Era<br />

un beso amistoso como agradecimiento por esa nueva obra y por<br />

su gran talento.<br />

El muchacho se transfiguró con el beso. Primero quedó rojo, de<br />

rubor. Luego sonrió, incrédulo. Y después se acarició el pómulo<br />

donde ella puso los labios y así estuvo toda la tarde.<br />

Ese sábado hablaron de amores. Ella le dijo que solo había<br />

tenido un novio hasta ese momento. Él alardeó con la confesión<br />

de que había tenido cinco novias en toda su vida. Tres de ellas<br />

“después del accidente”. Ella preguntó cuál era su secreto para<br />

tener tanto éxito entre las mujeres. Él dijo que no había secreto.<br />

Simplemente, todas habían llegado a su casa por diversos motivos<br />

y se habían hecho amigos y luego ellas se habían enamorado de<br />

él, acaso “por guapo”, dice que dijo.<br />

“¿Por qué vienes tú a verme?”, le preguntó.<br />

“Porque soy tu amiga.”<br />

“¿Y me quieres?”<br />

“Claro. Como amigo.”<br />

Él volvió a acariciarse la mejilla donde ella lo había besado.<br />

Ella lo miraba desde la silla de al lado, entre sonriente y compasiva.<br />

Él tomó impulso y se lanzó a su cara y le dio un beso.<br />

–¿En la boca? –pregunté.<br />

–No. Aquí, en el hueco de la mejilla.<br />

Me enseñó el lugar en su mejilla donde la besó con los labios.<br />

Eran suaves sus mejillas al tacto, cubiertas del vello de los dieciséis<br />

años, perfumadas con colonia de frutas ácidas, y ahuecadas<br />

cuando sonreía.<br />

El sábado siguiente llegó a las dos en punto, como de costumbre.<br />

Iba vestida con una falda negra y una blusa rosada de cuello<br />

ancho que dejaba al descubierto la curva pulida de sus hombros<br />

bronceados. Él le elogió, de entrada, la ropa. Dijo que le quedaban<br />

bien las faldas anchas y el rosado. Ella dijo que sí, pero que le<br />

parecía más cómodo llevar pantalones. Él dijo que su padre había<br />

cumplido años el día anterior. Que en la nevera había ensalada<br />

rusa especialmente apartada para ella, y una sorpresa adicional<br />

para ambos. Fueron juntos a la cocina.<br />

La casa, al parecer, estaba sola. No había señales de la madre,<br />

ni del padre, ni de la empleada doméstica. Él mismo le había<br />

abierto la puerta al timbrar. La sorpresa que tenía era vino. Una<br />

botella de vino dulce de pasar galletas, completa, para los dos.<br />

Él sirvió un poco de ensalada fría, aunque ella insistió en que<br />

había almorzado antes de ir a visitarlo y no tenía apetito. En<br />

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