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Ficción

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MIEMBROS<br />

FANTASMA<br />

POR FERNANDA TRÍAS<br />

ILUSTRACIONES DE JUAN PABLO PALARINO<br />

Ya que le interesa, voy a contárselo. Voy a contarle de cuando<br />

Montevideo medía una cuadra y media, pero ir hasta la tienda<br />

del Rubio se sentía tan lejos como una travesía por el desierto.<br />

Una ciudad sin adultos, una ciudad sin reglas. Poco importa lo<br />

que ahora sé, el recuerdo vago de unos gigantes vestidos de verde<br />

a la entrada de la escuela. Hombres con rifles o metralletas. Una<br />

tarde llegamos y estaban ahí, rodeando la palmera; sus cuerpos<br />

verdes sellaban la entrada. Ese día no hubo clase y el siguiente<br />

tampoco. Ahí viene de nuevo, dirá usted, más cuentos sobre las<br />

noches en que apagaban la luz y salían al balcón armados con<br />

ollas y cucharones. El barrio oscuro, apenas dos o tres ventanas<br />

prendidas en una luz desafiante, y el golpe disparejo de las cacerolas.<br />

Golpeábamos con furia, sí. Golpeábamos calculando al<br />

vecino, trazando un mapa de aliados y enemigos, pegándole a<br />

la cacerola del guiso con el odio a todo lo verde, a esos hombres<br />

de musgo, la enredadera que crecía sobre nosotros pero que ya<br />

estaba muerta, incubando parásitos. ¿Pero por qué? Por qué si<br />

en las mañanas jugábamos en la calle, y por qué si nosotros, los<br />

niños, desconocíamos el miedo, excepto en los ojos de nuestras<br />

madres. Ahora mamá solo tiene ojos para los santos y sus estampitas.<br />

Hace dos años le cortaron el pie izquierdo y estamos a la<br />

espera de que le corten el otro. Me la traje conmigo cuando me<br />

instalé acá; tuve que arrancarla del apartamentito aquel, Chaná<br />

2025 esquina Arenal Grande. A veces me pregunto si no habrá<br />

sido ese desgarro lo que le amputó el pie.<br />

Esta mañana, lo primero que me preguntó fue si me acordaba<br />

de la niña de la muñeca negra. Imagínese, eso me preguntó. No<br />

se había ni comido la primera tostada. Le dije: ¿Quién no se va a<br />

acordar, si nos conocíamos todos? Aunque esa no era la respuesta.<br />

¿Pero a bien de qué irle a mi madre con la verdad, ahora que la<br />

diabetes la mastica por los dos lados? La verdad no se le otorga al<br />

que la merece, sino al que puede soportarla. Difícil, amigo, difícil<br />

contarle cómo era Montevideo entonces. Difícil llegar así, arrastrando<br />

mi vida como un globo pinchado en la punta de un hilo,<br />

y pretender que usted me entienda. Solo un ciego o un loco vería<br />

el globo flotar y elevarse. La respiración se me ha vuelto llana; dos<br />

pulmones colapsados por la gravedad. Ni siquiera podría inflar un<br />

globo ahora mismo, aunque me viniera la gana. Y usted tampoco,<br />

amigo. No estaría acá, un martes a esta hora, dándole al pastis,<br />

si aún pudiera. Mire, la diferencia entre usted y yo es cualquiera<br />

menos estos pulmones gastados, este aire rancio que los labios<br />

empujan para inflar un globo rojo o azul, un globo duro que se<br />

ensancha a la fuerza. Imagine ser un globo que nunca se infló,<br />

un globo ignorante, ajeno a sus capacidades, muerto del asombro<br />

cuando los pulmones soplan y lo expanden hasta volverlo gordo<br />

pero vacío. Hay una exaltación, imagino, una euforia seguida de<br />

amargura: ¿por qué cedo?, ¿por qué cumplo la voluntad de una<br />

boca con olor a chicle de frutilla, a cerveza barata, a enjuague<br />

bucal? ¿Usted era bueno para los nudos? Yo no. Un movimiento<br />

torpe, sin la suficiente agilidad en el momento justo, y el globo<br />

salía disparado en el aire.<br />

La niña de la muñeca negra, sí, me voy por las ramas. Gabriela,<br />

se llamaba. Pero antes debo contarle que desde siempre supe<br />

que la ciudad era gris. No había otro color, pero tampoco existía<br />

el desprecio a lo gris, la mueca displicente de quien conoce el<br />

mundo. ¿Cómo ubicar, en medio de tanto horror, la alegría<br />

infantil? ¿De qué modo hacerle un espacio en la memoria, como<br />

quien despeja la mugre de un cuarto-depósito para la llegada<br />

de un bebé? Nunca dejará de ser un depósito. Algo así, ¿me<br />

entiende? Aún no odiaba la ciudad. El odio, en todo caso, empezaba<br />

a acumularse a mis espaldas, como una deuda ignorada y<br />

retroactiva. Explíqueme usted qué día la ciudad se agrandó, que<br />

día adquirió calles, avenidas, nombres inauditos y extraños como<br />

injertos. Ayer volví de conocer a la tercera esposa de mi padre; su<br />

“último asalto a la felicidad”, según me dijo. Tengo una hermana<br />

que podría ser mi hija y que ni siquiera habla español. Porque un<br />

día él también salió volando, ¿vio?, como un globo mal anudado,<br />

y tuvo que hacer tanto esfuerzo para olvidar esa cuadra y media<br />

que también nos olvidó a nosotros, a mi madre y a mí. Primero<br />

Porto Alegre; después México y Seattle. A la felicidad se la corre<br />

hacia arriba, al parecer, y mejor que el último asalto no nos agarre<br />

en el Polo Norte. Ríase. Ríase, nomás, pero al menos deje que<br />

le invite un trago.<br />

Frente a mi casa estaba el Salón Liborio, donde comprábamos<br />

lapiceras Bic, hojas Treinta y Tres Orientales, gomas para tinta que<br />

agujereaban los cuadernos, sobres de figuritas del Mundial 82.<br />

Comprábamos Cascola de colores, papel crepé, papel celofán,<br />

papel de calco. Había un papel para cada cosa. ¿Y quién iba a<br />

VICE 99

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