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Ficción

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NOTA<br />

POR GABRIEL WOLFSON<br />

FOTOS DE ANA PAULA MARTÍNEZ LANZ<br />

Era la primera carta que recibía en su vida. Por ejemplo. El<br />

cartero nunca le había dejado más que facturas y publicidad<br />

de tiendas departamentales. El sujeto no la abrió de inmediato.<br />

Por ejemplo: temor. Desconfianza. O una suerte de intuición:<br />

había que leerla por la noche, cuando todos durmieran. Pero el<br />

sujeto no podría ser el sujeto, dice Ve, necesita un nombre.<br />

Sandro. A Sandro le tomaría cuarenta días con sus noches decidir<br />

qué hacer. Noches de oscuridad febril. Días de angustia disimulada<br />

en su trabajo rutinario. De oficina. La primera posibilidad<br />

es una novela. Dice Ve: una suerte de novela. Antepasados<br />

griegos, un abuelo. El abuelo de Sandro. Llegó a México y<br />

compró un hotel, al que pronto le acondicionó un bar. Buen<br />

negociante, discreto, hosco. Conocido de todos en la ciudad, el<br />

casi pueblo de entonces. Sandro recordaba la musaka de los<br />

domingos. Su abuelo murió cuando él tenía ocho años.<br />

Recordaba el aroma turbio de la berenjena, las manos ajadas<br />

del abuelo, su acento extraño. Un cierto dejo de ensimismamiento.<br />

Por ejemplo: la desgracia inscrita en sus ojos, pensó<br />

Sandro: debo confesar que me gustaba estar con el abuelo, en<br />

silencio. Sandro había abandonado la traducción literaria en<br />

pos de una vida más estable. Y su padre: un melancólico, dice<br />

Ve, eso es. Entregado a la planicie, a la vida monótona de la<br />

clase media mexicana. Pero no había logrado conservar la breve<br />

fortuna del abuelo. Tras treinta años de casado, se había enamorado<br />

de una mujer joven y había perdido casi todo. Dinero,<br />

vitalidad. Abrirse al deseo es una condena, leyó Sandro alguna<br />

vez y por supuesto lo recordó. Él ya no heredó más que su<br />

apellido vuelto letrero luminoso –obviamente, una letra fundida–<br />

en la fachada del bar más famoso de la ciudad. En manos de<br />

otros. Entonces estudió traducción, si es que eso existe, dice Ve.<br />

Imaginar su juventud de hijo único. Sus años universitarios. Un<br />

profesor, jubilado de Yale, que lo marca. De Yale o Stanford, da<br />

exactamente lo mismo. Un viejo latinista y aficionado a las<br />

plantas curativas. Una suerte de naturalista decimonónico pero<br />

con camisa de manta. Un gringo misterioso, pues, que enseña<br />

a Sandro tristes declinaciones latinas y le invita en su casa<br />

refinados mezcales sin etiqueta. Una casa amplia e iluminada,<br />

generosa como su dueño, pensó Sandro. Excepto por un cuarto,<br />

cerrado a cal y canto, del que no se habla. Hablemos en cambio<br />

de cal y canto, dice Ve: no sabemos qué significan esas exactas<br />

palabras así combinadas, pero, cómo no, sabemos que podemos<br />

usarlas a la menor provocación, sin reparo alguno, como quiera<br />

que sea, sin pena ni gloria y asimismo. En fin, para algo servirá<br />

esa habitación, nada de cuarto, dice Ve. Y por cierto, dice Ve,<br />

Mijailidis, ése es el apellido, por tanto el nombre del bar, por<br />

tanto el estigma, la marca que le recuerda a Sandro lo que alguna<br />

vez se poseyó, la derrota asumida –con coquetería casi imperceptible–<br />

como huella indudablemente indeleble de su propia<br />

existencia, el apellido propio como logo, reclamo publicitario<br />

de un negocio ajeno, atroz ajenidad que condenó a Sandro al<br />

oficio esclavizante de la traducción de literatura ortopédica y al<br />

sino familiar de la melancolía. Atroz ajenidad, dice Ve: ha salido<br />

bien. Y precisemos: literatura ortopédica en sentido estricto,<br />

nada de filos macedonianos por aquí: manuales e instructivos<br />

de bastones, andaderas, prótesis, muletas y sillas de ruedas.<br />

Traducidos a destajo. Sin pensar un segundo en el desamparado<br />

usuario monolingüe. Con datos alterados o falseados por los<br />

jefes de Sandro, dueños de la empresa comercializadora.<br />

Traducidos, pues, únicamente por cumplir con la norma de que<br />

todo producto importado ha de incluir traducción para evitarse<br />

multas. Un negocio sórdido y disciplinado, piensa Sandro, y<br />

magnífico el modo en que se nos acumulan detalles, sí, dice Ve,<br />

pero no hay que perder el hilo, es decir, la carta. Matasellos de<br />

Viena, ah, dice Ve, la sublime palabra matasellos. Descripción<br />

erudita del sobre (tipografías, papel, timbres, formato, tintas, el<br />

propio matasellos) que, dice Ve, nosotros no podemos hacer,<br />

nos rebasa. La carta y, por qué no, el abrecartas que heredó<br />

Sandro de su abuelo y que nunca ha usado más que, en la<br />

infancia, para matar lombrices: la ignorada plata desteñida al<br />

contacto con esos seres de lodo reacios a dejar de moverse tras<br />

su cercenadura. La carta, el abrecartas, un vaso de whisky solo,<br />

y Sandro vestido con un suéter grueso en su desvencijado estudio.<br />

En suma, una tarde otoñal. Y la carta, por fin: el remitente se<br />

presenta ceremoniosa, cortante, secamente como el hermano<br />

78 VICE

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