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hay: el irrefrenable asentamiento de Sandro como adulto hecho<br />
y derecho, nada de editar poetas italianos de entreguerras, nada<br />
de posgrados, nada de vinos robustos tras de los cuales contemplar<br />
el hermoso rostro de Fernanda ligeramente alcoholizado. Sandro:<br />
a traducir monótonos manuales ortopédicos. Fernanda: consagrada<br />
a que Antonio atraviese lo mejor posible las intimidantes<br />
alergias. Y Sandro desde luego ocupando en solitario el estudio,<br />
al amparo de un Joseph Roth al que casi ni ha leído, como<br />
nosotros, dice Ve, completando por las noches trabajos con que<br />
en general sortea las preocupaciones económicas, y sobre todo,<br />
dice Ve, consumiendo anestesiante pornografía, ingresando en<br />
oscuros chats donde puede olvidar por un segundo al hombre<br />
metódico e inofensivo en que ha terminado por convertirse. Fin<br />
del flashback, dice Ve, porque claro, en ese estudio, una noche,<br />
Sandro lee la carta de Yorgos Mijailidis, ciudadano alemán, un<br />
tío del que nunca había tenido noticia. No le quedan claras todas<br />
las palabras, o quizá sí pero se resiste a creer lo que dicen. Pero<br />
para eso está Clarence, o Thomas, o mejor Wystan, dice Ve,<br />
perfecto, el viejo Wystan, quien todavía imparte un curso en la<br />
universidad y quien convencerá a Sandro de realizar el viaje en<br />
principio por la simple y caprichosa razón de que en Viena,<br />
donde agoniza el tío Yorgos, murió su querido tocayo Auden.<br />
Aquí vendrían bien un par de versos de Auden, dice Ve, pero<br />
no me sé ninguno, así que adelante. Sandro duda de la autenticidad<br />
de la carta pero el viejo Wystan le asegura que ninguno<br />
de los alumnos que ha tenido en cincuenta años podría haber<br />
falseado un alemán como ese; Sandro duda de la herencia pero<br />
Wystan, entre tragos de un mezcal luciferino y con Mahler de<br />
fondo, le habla de las fortunas que se amasaron cuando Europa<br />
se destruía a sí misma y le habla también, con la cabeza baja,<br />
de los secretos que guarda toda persona, aun la más insignificante<br />
e imprevista; sobre todo, Sandro duda de ir a buscar al tío<br />
Mijailidis, y menos acompañado de Antonio, pero Wystan, el<br />
viejo Wystan, entre fragmentos de cátedra sobre Wittgenstein,<br />
el iracundo Karl Kraus, los cafés de Altenberg y Bernhard, la<br />
trilogía de Broch y los obsesivos desnudos de Egon Schiele, y<br />
como si hiciera ver a Sandro que ése era el momento, el último,<br />
para zafarse de la red de responsabilidades que lo había amaestrado<br />
bajo la forma del matrimonio, para al menos interrumpir<br />
esa triste continuidad, lo convence de inventarle cualquier cosa<br />
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