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Cuerda de rojos<br />
Paco me ha contado que el Carnicero se había tragado los papeles.<br />
Llegar al Ayuntamiento, arrojarse sobre la mesa y echarse al buche la lista fue<br />
todo uno. Visto y no visto. Paco le tenía ojeriza al viejo ya antes de que<br />
comenzase la Cruzada. Yo ya le he dicho que me parecía un descuido<br />
imperdonable de los nuestros. No el haber dejado que el viejo se merendase la<br />
información, no, sino el no haber hecho dos o tres copias en previsión de que<br />
el original se pudiera dañar o extraviarse. <strong>El</strong> lío, las prisas, los nervios, ya se<br />
sabe, ha argumentado Paco y yo me he limitado a asentir con la cabeza. Claro,<br />
hombre, se comprende.<br />
<strong>El</strong> problema es que el número de los que íbamos a llevar de paseo había<br />
quedado pero que muy mermado. Primero, dieciocho, y después sólo la mitad,<br />
pues a los otros nueve los habían dejado donde los tranvías, en la capital.<br />
Ahora, que el muy cabrón, ha añadido Paco, se ha llevado un buen par de<br />
hostias en los hocicos. ¿Fumas? Yo he rechazado el pitillo con un gesto de la<br />
mano. Gracias, camarada.<br />
Soplaba un vientecillo recio desde los Torozos y a los hombres se les veía<br />
temblar en la trasera del camión. A estas alturas del otoño y de la amanecida<br />
va haciendo frío en el corazón de Castilla. Mira, ahí anda ése.<br />
Los faros del coche han ido dando forma a los chopos y, ante los chopos, a un<br />
camarada que aguardaba con aire relajado a que llegase la cuerda de rojos. Un<br />
falangista del lugar, menudo pero con buen porte, al que, según parece, Paco<br />
conocía desde los tiempos de las Juntas Castellanas. Se llama Federico, buena