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cornejas, que aleteaban con indolencia y trazaban círculos entre ellas, podían oírse<br />
con claridad.<br />
Finalmente llegaron a su <strong>de</strong>stino, el gran cementerio <strong>de</strong> San Andrés. En un día<br />
como aquel, los muertos no tenían compañía. Kempelen vio que estaban solos y soltó<br />
la mano <strong>de</strong> Tibor. Este se sintió <strong>de</strong>cepcionado: su primera y probablemente única<br />
salida era precisamente al camposanto <strong>de</strong> la ciudad. Hubiera preferido un mercado,<br />
o una fiesta, o un paseo por el centro <strong>de</strong> la ciudad. Ávidamente aspiró el aire frío <strong>de</strong>l<br />
invierno, contempló las plantas y los árboles <strong>de</strong>snudos <strong>de</strong> hojas y leyó las<br />
inscripciones <strong>de</strong> las lápidas y las losas sepulcrales. El cementerio aún estaba<br />
totalmente cubierto <strong>de</strong> nieve, que crujía bajo sus botas. Los dos hombres no<br />
hablaron.<br />
Cuando Tibor leyó el nombre «Von Kempelen», su acompañante se <strong>de</strong>tuvo.<br />
Kempelen había llevado a Tibor hasta la tumba <strong>de</strong> su familia, un pequeño mausoleo<br />
construido como un templo ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> hiedra, con las puntas <strong>de</strong> las hojas que<br />
surgían aquí y allá <strong>de</strong>l manto <strong>de</strong> nieve. En el frontón había un ángel con las manos<br />
extendidas, con el mármol blanco oscurecido por el agua y los años. <strong>La</strong>s dos<br />
ventanas sin vidrios estaban enrejadas, igual que la puerta. Kempelen cogió la llave<br />
<strong>de</strong>l bolsillo <strong>de</strong> su chaqueta y abrió la reja. Sin <strong>de</strong>cir palabra, cedió el paso a Tibor.<br />
Había poco espacio en el interior <strong>de</strong> la tumba, y los sonidos resonaban tan poco<br />
como en la máquina <strong>de</strong> ajedrez cerrada. Tibor leyó en la penumbra los nombres, los<br />
días <strong>de</strong> nacimiento y fallecimiento, marcados con letras doradas incrustadas en la<br />
piedra. Kempelen, que se había quitado el tricornio, recogió las hojas secas que el<br />
viento había empujado al interior. Tibor leyó el nombre «Andreas Johann Christoph<br />
von Kempelen».<br />
—¿Vuestro padre?<br />
—No. Mi padre era Engelbert, aquí arriba. Andreas era mi hermano mayor. Murió<br />
cuando yo tenía dieciocho años. Estaba a punto <strong>de</strong> convertirse en el maestro<br />
personal <strong>de</strong>l joven emperador, pero la tisis nos lo arrebató.<br />
Kempelen dio un paso a la <strong>de</strong>recha, don<strong>de</strong> las letras doradas eran más brillantes,<br />
más nuevas: «Francziska von Kempelen, nacida Piani, muerta en 1757».<br />
—Francziska. Mi primera mujer. Murió apenas dos meses <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> nuestra<br />
boda, imagínate. Viruela.<br />
—Lo siento.<br />
Tibor aún lo sintió más cuando pensó en lo encantadora que <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> ser<br />
Francziska comparada con la actual mujer <strong>de</strong> Kempelen.<br />
—Muchas veces te habrás sentido afligido por tener tan pocos amigos y haber<br />
sido expulsado <strong>de</strong> tu familia —opinó Kempelen—. Pero quien no tiene seres<br />
queridos tampoco pue<strong>de</strong> per<strong>de</strong>rlos. No <strong>de</strong>bes olvidarlo.<br />
Kempelen se arrodilló, como si fuera a rezar, porque los tres últimos nombres<br />
estaban colocados cerca <strong>de</strong>l suelo: Julianna, Marie‐Anna y Andreas Christian von<br />
Kempelen. En todos, el año <strong>de</strong> nacimiento era también el <strong>de</strong> la muerte: 1763, 1764,<br />
1766. Con la mano libre, Kempelen limpió el polvo <strong>de</strong>l bor<strong>de</strong> superior <strong>de</strong> las letras.<br />
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