14 SERES DE LA NOCHE Por José Francisco Hernández Sánchez
Le supliqué a Gina que me acompañara hasta la estación Xola del Metro. Ya pasaban de las diez de la noche y tenía miedo de caminar por las calles tan oscuras. Son seis calles casi desérticas. —No seas miedosa, no te va a pasar nada —Me dijo con tono materno. —Tú tienes la culpa. Mejor hubiéramos visto Misión Imposible en lugar de Del Crepúsculo al Amanecer, los vampiros me dan mucho miedo —a tanto insistirle, accedió. Mientras caminábamos, nuestra plática seguía estancada en las películas—. Qué feos están esos vampiros, ¿verdad? En las películas de Drácula, los vampiros son más galanes. Con ellos sí me dejaría chupar —y me aferraba más a su brazo. —No estás tan perdida, son muy eróticos. Yo también dejaría que me hicieran lo que quisieran —esta última frase la pronunció arrastrando las palabras, tratando de fingir sensualidad. Nos detuvimos en una esquina del mercado para despedirnos. —Querida Gaby, hasta aquí te acompaño —me susurró al oído mientras me abrazaba y me daba palmaditas para tranquilizarme. Yo también le di un beso en la mejilla y emprendí la marcha a toda velocidad. Caminaba tan rápido que sentía que mis pies casi no tocaban el suelo. Todas las sombras proyectadas sobre las paredes eran como seres infernales acechándome. Cada una, era un ser de la noche, un vampiro queriéndose prender de mi cuello. El corazón me latía a toda prisa y mis manos comenzaban a humedecerse de sudor. El cuadro de terror lo completaba el rechinido de mis tenis, era el único ruido en todo el camino. Abría el compás de mis piernas al máximo tratando de avanzar más. Forzaba mi pensamiento en cosas agradables, pero mi mente volvía a los rostros horrendos de los vampiros y a su sanguinaria tarea. ¡Por fin! <strong>La</strong>s luces de la entrada al Metro ya se veían. Hurgué en la bolsa de mi chamarra para preparar mi boleto. Al entrar, busqué con avidez algún policía, sólo para sentirme más segura, no vi a nadie. Voltee hacia la ventanilla y alcancé a ver a la boletera recoger su bolsa de mano y ponerse un suéter. Escuche la aproximación del metro y corrí al andén para abordarlo. Me fui al final del primer carro del convoy y me senté en un asiento individual. Por ser domingo, y de noche, sólo iban unas quince personas repartidas por todo el vagón. Di un respiro profundo y me amodorré en mi butaca. No podía cerrar los ojos, más bien no quería. Giré un poco mi cuerpo para quedar de frente al pasillo y poder dominar todo el espacio desde mi lugar, entonces los entrecerré, pero de manera que pudiera ver todo. Apenas mi corazón retomaba su ritmo cuando, en la estación Pino Suárez, subió un individuo vestido de negro. Era un joven de aspecto lúgubre, su edad no podía calcularse tan fácilmente. Su pelo era largo y lacio. Los ojos, la boca y las uñas los llevaba maquillados del mismo color de la vestimenta. Usaba un abrigo que lo cubría hasta los pies. Abordó por la primera puerta, junto a la cabina del conductor. Caminó hacia el fondo, donde yo estaba. Para mi colmo, el tren no cerraba sus puertas para avanzar. De repente, el vagón se había convertido en un lugar tétrico. El oscuro ser caminaba lento, tan lento que casi flotaba. Miraba hacia su izquierda, hacia su derecha, como si buscara a alguien. 15
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