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La sirena varada: Año 1, Número 2

El segundo número de La sirena varada: revista literaria bimestral

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—Treinta y dos —cacareé.<br />

Y al tiempo que Felipe me respondía<br />

«Treinta y tres», entró un tipo corriendo<br />

al bar. Tenía la cara roja, los ojos saltones<br />

y la lengua afuera.<br />

—¡Cierren puertas y ventanas!... ¡Rápido!...<br />

¡Por favor!... —vociferó.<br />

—¡Cálmese, amigo! —le dijo Juan, el<br />

dueño del bar, mientras le tendía un<br />

vaso de ginebra—. Beba, y después<br />

cuéntenos qué le pasa.<br />

El hombre narró que una especie de<br />

bestia lo había atacado y que venía tras<br />

él. Al Tata Brown se le escapó una sonrisita,<br />

y el tipo, sin mediar palabra, se<br />

desnudó el pecho. Tres surcos, como<br />

de garras, lo recorrían.<br />

—Alguna que otra vez estuve con la<br />

Gladys... ¿Te acordás, Héctor? —me<br />

inquirió Marcos, guiñándome un ojo—.<br />

Te dejaba cada rasguñón la guacha…<br />

—Me parece que nunca como éstos,<br />

Marquitos. ¡Mirá bien!<br />

Marcos miró bien, se rascó la cabeza<br />

y silbó.<br />

—¡Sí, tenés razón! Esto es otra cosa.<br />

Entonces oímos un aullido, y Juan<br />

cerró la puerta.<br />

—Ya es tarde —dijo.<br />

Y tras un breve silencio, propuse llamar<br />

a la policía; pero el teléfono del<br />

boliche estaba roto, y un grupo de vejetes<br />

como nosotros no era precisamente<br />

partidario de los celulares. Avancé<br />

entonces con otras propuestas: curar<br />

al tipo, y echar cartas para determinar<br />

quién iría hasta la comisaría. Juan embebió<br />

una servilleta con aguardiente,<br />

se tomó un trago del pico de la botella,<br />

y después puso la servilleta sobre la herida<br />

del extraño. Por mi parte, mezclé<br />

las cartas, y no bien ofrecí el mazo para<br />

que tomaran una, Marcos dijo:<br />

—¡Dejá! Voy yo.<br />

Él era así, loquito pero valiente como<br />

un oso.<br />

Por eso, cuando quince minutos<br />

después volvió al bar, blanco como un<br />

fantasma, para desplomarse frente a<br />

nosotros, supimos que algo andaba<br />

realmente mal. Felipe, que aún aferraba<br />

las cartas del treinta y tres en una<br />

mano, le tomó el pulso.<br />

—Está muerto —lagrimeó.<br />

—Y de miedo —añadió el borrachín<br />

de Lucas que, tambaleándose, se había<br />

acercado al grupo. Y aún dijo—: ¡Mírenle<br />

la cara! —antes de pedir un café doble<br />

con una pizca de coñac. Requerimiento<br />

que, lógicamente, cayó en saco roto.<br />

—¿Y si esta vez sí echamos suerte? —dije<br />

para volver a romper el silencio.<br />

Al poco, Felipe me entregó las cartas<br />

del envido y el dos de copas que lo<br />

expulsaba.<br />

—¡Cuidame la mano hasta que regrese!<br />

—me dijo.<br />

Jamás volví a saber de él. Me gusta<br />

pensar que aquella noche Felipe se<br />

marchó del pueblo, y que debe andar<br />

por ahí, en el bar de alguna gran ciudad,<br />

cantando envidos y trucos.<br />

<strong>La</strong> cuestión era que sólo quedábamos<br />

cuatro parroquianos en el local,<br />

cuando propuse que aguardásemos,<br />

sin cometer ninguna otra osadía, la llegada<br />

del amanecer.<br />

Entonces Juan marchó hasta la barra<br />

y sacó una escopeta.<br />

—Nunca la usé —dijo—, pero esto se<br />

termina ya.<br />

Poco después escuchamos un disparo,<br />

un gemido, como de perro apedreado,<br />

y un grito que sólo podía provenir<br />

de la boca de Juan, según dijo el Tata<br />

Brown. Íbamos a cerrar la puerta con<br />

llave y bajar la persiana, cuando la<br />

criatura entró como un torbellino san-<br />

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