30 EXCRECENCIAS Por Luis Carlos Mantilla Espinosa
Es difícil que lleguen a creerme, pero sé de primera mano que aún en momentos tan infames la mente mantiene impertérrito su proceso de producción. <strong>La</strong> parte frontal de la misma, lo evidente, puede quedar totalmente anulado. Los muchachos de más atrás, no obstante, los maquinistas, no paran de fraguar realidades. El sonido de engranajes y servomotores se oye aún, a lo lejos. En mi caso, por ejemplo, imaginé un planeta habitado por una especie avanzadísima. Cuando el sol se ponía en aquel planeta, existía la costumbre casi inherente de encender toda cantidad de luz artificial posible. Por eso era extraño, rallando en lo chocante, que en medio de una calle fuertemente iluminada hubiera una casa a oscuras. <strong>La</strong> casa era habitada por un glordio que en ese momento se agazapaba tras un grueso cortinaje y que utilizando una suerte de periscopio de fabricación propia, espiaba a su vecina: una givia que vivía cruzando la calle, que acababa de tomar un baño y que procuraba vestirse. En aquella especie existían dos géneros bien definidos: estaban los glordios, de mayor tamaño, más robustos y cubierto todo su cuerpo de vello. Y estaban las givias, más pequeñas, de piel lisa y sedosa, y unas protuberancias redondeadas, por delante y por detrás, que volvían locos a los glordios. <strong>La</strong> diferencia más marcada de los géneros era, sin embargo, que los glordios tenían un instrumento alargado, fálico; mientras que las givias tenían su instrumento a manera de receptáculo. <strong>La</strong>s givias tenían además una protuberancia en su nuca, un abultamiento que cuando se le ejercía presión hacía que entraran ellas en un estado de total indefensión y sometimiento de género. Se suponía que los que ejercían la presión eran los glordios, momentos previos al acto. Esto no era preciso del todo; algunas veces ellas se ejercían presión a sí mismas, o entre ellas. Cada vez que un glordio presionaba un abultamiento, estaba en todo el derecho y poder de acceder carnalmente a la givia en cuestión. Es por eso que ellas pasaban habitualmente con la nuca cubierta, sobre todo en lugares públicos o abiertos. Estamos hablando de una especie tan avanzada que cada casa poseía un aparato que ellos llamaban el Inductor Diádico, vaya a saber por qué. Tal aparato estaba ubicado generalmente a las afueras de la vivienda, y tenía la capacidad de convertir toda clase de desecho orgánico en un tipo de energía capaz de iluminar con suficiencia calles y casas, o encender aparatos tan estrafalarios como aquel que ellos llamaban el Deyector, vaya a saber por qué, que permitía acceder visual y auditivamente a cualquier clase de conocimiento. En un Deyector, nuestro glordio espía había dado —entre la satisfacción de unos gustos aberrantes y furtivos— con información que aseveraba que también ellos, los glordios, poseían en sus nucas una pequeñísima protuberancia con función similar a la de las givias, que la evolución se había encargado de atrofiar. Aunque otras veces había espiado a la givia y había alcanzado la cúspide con tocar su instrumento o presionar su propia protuberancia, esta vez había una carencia, una inconformidad solo refrenable con la posesión de aquello que, desde la noche más remota de cortinas y periscopios, asumía como propio. El glordio, que conocía bien la 31
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