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la fe". "Uno" había muerto en su lugar. La ecuación que formuló es diáfana y
es válida para "todos los hombres". Según ella, no hay ninguno, de entre
"todos los hombres", que pueda reclamar como su pertenencia alguna cosa,
¡ni siquiera su próxima respiración! Todo aquello de lo que cualquiera pueda
disfrutar, es suyo sólo por la gracia del Salvador, incluyendo el vehículo, la
casa, su carrera, sus amigos, su dinero, el amor, un feliz matrimonio--sexo
incluido--la reputación, todo cuanto es y todo cuanto posee. De aquí en
adelante, la fe de los creyentes les permite apreciar el don divino de la gracia,
motivándoles a vivir, no para ellos mismos, sino para Aquel que murió por
ellos y resucitó. Esa motivación resulta ser la fuerza más poderosa de cuantas
pueden actuar en el ser humano.
No es Pablo, sino "el amor de Cristo" el que opera. La virtud no está en
un súper-hombre ni en un alma heroica compuesta de un "material" más
consistente que el de las nuestras. Pablo no fue más que un común y débil
pecador que ejerció una fe extraordinaria en Aquel que murió "por todos".
Pablo vio algo--y eso es todo--que muchos de nosotros hemos sido
demasiado ciegos para discernir: la verdad de la justificación por la fe, que
hace al pecador obediente a toda la ley de Dios y cautiva su corazón por la
eternidad.
Nadie tiene la menor posibilidad de obedecer de otra forma que no sea la
descrita. Y es imposible que el que desarrolla esa fe viva en desobediencia,
ya que su fe es una fuerza energizante que "obra". Anteriormente había
estado separado de Dios, puesto que es "siendo enemigos" como "fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Romanos 5:10). Fuimos
"justificados en su sangre" (Romanos 5:9). La muerte de su Hijo nos hace
sus amigos (Juan 15:15). Si la justificación por la fe cambia a los enemigos
de Dios hasta convertirlos en sus amigos, ¡ha de ser extremadamente
poderosa!
Juan Bautista comprendió esa verdad cuando dijo: "No puede el hombre
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