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De la aparente nada, el león marino surge y<br />

se ubica a menos de un metro de distancia.<br />

Mi piel se eriza por el susto, la emoción y la<br />

temperatura del agua. Estoy a treinta metros de<br />

la orilla, el agua está fría, demasiado para alguien<br />

que viene del trópico, la corriente de Humboldt<br />

que pasa por la isla de San Cristóbal congela las<br />

piernas en este punto del Pacífico, y antes de<br />

poder reaccionar el animal ya me ha rodeado dos<br />

veces.<br />

Es de esas cosas que nadie le enseña a uno<br />

jamás: qué hacer si de frente, en una exploración<br />

de careteo sencilla, a uno se le aparece un león<br />

marino. Así que toca improvisar. Lo sigo con la<br />

vista, girando lo más rápido posible ante su cerco<br />

veloz. Al animal le gusta el juego. Y hace algo<br />

propio de un niño: desciende justo bajo mi cuerpo,<br />

y suelta una bocanada de aire que asciende<br />

en forma de burbujas. Finalmente se queda<br />

mirándome, a menos de un metro, quizás tratando<br />

de entender qué extraño animal es uno, invasor<br />

de sus aguas, tubo en la cabeza y máscara<br />

ajustada, aletas de pato y piel clara sin aceite<br />

para protegerse del frío, pelado y frágil, lento y<br />

con colores llamativos en las prendas. Toda una<br />

rareza.<br />

Olvido el trascurso del tiempo. Cuando el frío<br />

me obliga a salir, el animal me acompaña hasta<br />

la orilla. Ágil y bello en su pelaje café, se acerca<br />

a menos de cinco centímetros y olfatea la que<br />

quizás sea una piel desabrida sin olor interesante a<br />

pescado y exceso de bloqueador. Lo han repetido<br />

los guías miles de veces: no hay que tocarlos para<br />

no perder el encanto natural y la tranquilidad con<br />

que los animales de Galápagos se relacionan con<br />

los visitantes. Y sí, no es necesario. Porque lo<br />

demás lo ha valido todo. Mis compañeros de viaje<br />

llegan tarde al espectáculo. No hay necesidad<br />

de contarles lo sucedido. Cada uno de ellos<br />

ha vivido su propia experiencia en Galápagos.<br />

De eso se trata: de que esta isla acerca a cada<br />

persona de manera distinta a los animales en<br />

su estado más puro y salvaje, en el paraje más<br />

recóndito en medio del Pacífico, donde el mundo<br />

parece haberse reinventado por completo, y<br />

donde Charles Darwin encontró los motivos para<br />

plantear la teoría de la evolución y dejar de lado la<br />

convicción religiosa de la creación.<br />

Las sorpresas son la orden de los días en<br />

Galápagos. A la mañana siguiente, en la isla<br />

20<br />

de Santa Cruz, una iguana aparece en mitad<br />

del océano nadando con un movimiento similar<br />

al de las serpientes. Sí, las iguanas nadan, lo<br />

hacen con destreza y la cabeza afuera, como si<br />

fueran dragones sumergidos. Lo irónico es que<br />

las especies nativas que dieron el nombre a las<br />

catorce islas, las gigantescas tortugas galápagos,<br />

son terrestres de lleno. Y descomunales: son tan<br />

grandes que cuando me siento frente a ellas, con<br />

mis 1,82 m de estatura, me miran de frente y la<br />

circunferencia de su caparazón es tan ancha que<br />

ni con los brazos extendidos podría abarcarlas un<br />

humano. Algunas pesan más de 200 kilos y las<br />

más grandes miden un metro y medio. Abren su<br />

gigantesca boca para comer pasto, a la manera de<br />

los herbívoros de una granja, y pronto se olvidan<br />

de que uno existe. Los humanos, a pesar de que

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