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Jesús María Cantalapiedra
Pero, no quiero irme por las ramas. Quiero escribir sobre aza-
fatas, sobre una azafata de aquellas y su relación con Wolf quien,
durante cuatro años y hace muchos, viajaba periódicamente desde
Galicia a Madrid y Barcelona. Y viceversa. Se llamaba Carmiña
Vázquez-Folgueira y Cuixa da Fonte. La conoció en la cafetería
de un pequeño aeropuerto gallego. El consabido 1,70 y su porte
elegante a la par que distinguido, aparte de otras cuestiones estéti-
cas que no vienen a cuento, hicieron mella en él. Hablaron.
Carmiña volaba todos los días a Madrid. “Un rollo, tú. A ver si
papá me cambia y empiezo a hacer vuelos internacionales. Esto se
está poniendo perdido de obreros y suizanos. ¡Qué horror!”.
Comenzaron una buena, buenísima relación de amoriños,
aunque nunca coincidieron en un viaje. Se veían con frecuencia
en Santiago y, de tener tiempo, recorrían las Rías Baixas más
cercanas. Nunca pudieron ir al pazo de papá en Mondoñedo pues
llevaban de obras más de un año y lo que faltaba. Era una heren-
cia del yayo y lo estaban remodelando en profundidad. A Wolf
todo aquel oropel le inquietaba en alguna forma, pero la gallega
estaba como un queso e intentaba olvidar el poderío de los
Vazquez-Folgueira y Cuixa da Fonte. “Tampoco es cosa de hacer