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3 ON LINE 25 Jesús María Cantalapiedra Wolf se inició en el mundo de la informática hace muchos años. Cuando aún se utilizaba la palabra cerebro para referirse a la gran computadora; cuando se comenzaba a hablar tímidamen- te del ordenador personal. Digo gran computadora, no por su capacidad, sino por el tamaño, impensable entonces para uso doméstico. Ocupaban una habitación que se mantenía a determi- nada temperatura y a la que se accedía en silencio, con mucho respeto y, casi, con miedo. En cierta ocasión visitó una empresa de su provincia, creo que una de las primeras en instalar el arti- lugio, y le ocurrió una simpática anécdota. Le enseñaron con gran orgullo la cosa (parecía de ciencia ficción) en pleno funcio- namiento. Grandes discos giraban en el sentido de las agujas del reloj y viceversa. Luces rojas y verdes parpadeaban sobre asép-
La vuelta de W olf ticos paneles brillantones. “Está preparando las nóminas”, le dijeron. Y, entre todo aquel conjunto tecnológico (parecía un laboratorio de la NASA), algo no le cuadró. Se trataba de una pequeña caja u hornacina artesanal trabajada en madera. Estaba fuera de lugar. “Y este cofrecillo, ¿para qué es?”, preguntó Wolf. Los impecables técnicos, vestidos con bata blanca, se sonrieron. Finalmente uno de ellos se arrancó. “Ahí tenemos un rosario que compramos en Fátima. Es para cuando se estropea el invento. Nos ponemos todos a rezar. Las nóminas tienen que salir antes del día uno”. Pocos años más tarde, en Milán, asistió a un cursillo sobre el último modelo de teletipos (el fax aún estaba por descubrir) y allí, por primera vez, escuchó el concepto ordenador personal. Un ingeniero listísimo les dijo: “Serán pequeños. No ocu- parán más allá que un maletín. Se utilizarán en despachos de notarios, arquitectos y abogados”. Por supuesto, los asistentes al cursillo, y Wolf en particular, no le creyeron una palabra. “Este tío se está quedando con nosotros. Los italianos, ya se sabe”, comentaron. Y, rapidísimamente, pasó el tiempo. 26
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