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En anarquía - Camille Pert - del Kolectivo Conciencia Libertaria

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“<strong>En</strong> <strong>anarquía</strong>” de <strong>Camille</strong> <strong>Pert</strong><br />

aquello un amontonamiento de casuchas de madera y de argamasa, de paredes agrietadas que<br />

rezumban humedad: nidos de infección y de epidemias; cuartos sin aire, sin luz, sin espacio, sin<br />

nada de lo que el cuerpo humano reclama para vivir; tugurios donde no se hubieran metido<br />

animales; viviendas de pobres, para decirlo de una vez.<br />

Los jóvenes penetraron en un patio gangoso en que dominaba el hedor pestífero de las letrinas,<br />

y subieron una escalera que cimbreaba bajo su peso y cuyos escalones estaban embetunados<br />

por el lodo y el tiempo. Por ella descendía un frío de caverna y un olor de moho. Se oía el ruido<br />

monótono de una máquina de coser lanzada a toda velocidad y el quejumbroso vagido de un<br />

niño… Esclavitud <strong>del</strong> trabajo, enfermedad o hambre, ¿puede haber otra cosa en semejantes<br />

moradas?...<br />

<strong>En</strong> el primer piso Emilio empujó una puerta y los dos amigos se encontraron en el único cuarto<br />

de los Charrier.<br />

Era una pieza regular, baja de techo, el pavimento destrozado y la única ventana en un rincón;<br />

las paredes de yeso desconchadas dejaban a la vista su armadura de madera, formando un<br />

dibujo lúgubre que recordaba las cruces de los cementerios. <strong>En</strong> el techo se dejaba ver la<br />

armadura <strong>del</strong> cielo raso, y por algunos agujeros el viento movía las telarañas.<br />

Dos camas de hierro con colchas remendadas; una cuna de mimbre, un aparador viejo, una<br />

mesa, una estufa de hierro fundido, algunas sillas, unos vestidos colgados de clavos en la<br />

pared, tres o cuatro cuadros de fotografías… Hé ahí todo el menaje de un obrero económico,<br />

trabajador, que hasta entonces declaraba con una admirable resignación no haber conocido<br />

jamás el malestar.<br />

La mujer Charrier, situada cerca de la ventana e inclinada sobre su máquina de coser, limpia y<br />

brillante, levantó la cabeza y detuvo un instante el movimiento de sus pies.<br />

Era bajita, <strong>del</strong>gada, sin edad, casi calva, de faz térrea y ojos inquietos. Al reconocer a Emilio<br />

iluminó su rostro una sonrisa y mostró dos soberbias hileras de dientes blancos y bien<br />

colocados.<br />

– ¿Usted por aquí?<br />

Suspendiendo el ruido de la máquina, la queja continua <strong>del</strong> niño en la cuna subía lúgubre,<br />

desconsoladora.<br />

– ¿Está enfermo? preguntó Emilio.<br />

La mujer movió la cabeza.<br />

– No; pero se fastidia… lisiado como está, no puede correr con los otros, y le tengo echado,<br />

porque no moviéndose sentiría demasiado frío…<br />

<strong>En</strong> efecto, la estufa estaba apagada; el viento penetraba libremente por las rendijas de la<br />

ventana, de la puerta y de las goteras.<br />

<strong>En</strong>tonces recordó Emilio que el niño, de unos ocho años, tenía una debilidad en las piernas que<br />

le impedía andar; defecto de constitución procedente de la anemia de los padres, <strong>del</strong> excesivo<br />

trabajo de la madre, había dicho Paul Hem, el médico de los pobres, la providencia<br />

desgraciadamente impotente de esos desheredados a quienes asistía con todas las fuerzas de<br />

su corazón piadoso.<br />

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