En anarquía - Camille Pert - del Kolectivo Conciencia Libertaria
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“<strong>En</strong> <strong>anarquía</strong>” de <strong>Camille</strong> <strong>Pert</strong><br />
correcta que vino a abrir, se contentó con las frases torpemente balbuceadas y se ocultó para<br />
dejarle entrar sin la menor observación.<br />
Se cerró la puerta y Emilio quedó en la oscuridad completa; dio algunos pasos y tropezó con<br />
unos escalones alfombrados. Pronto se habituó su vista a la escasa luz que descendía de los<br />
pintados ventanales, mirando curiosamente a su derredor mientras seguía a su introductora.<br />
Llegaron a unos grandes cortinajes amarillos de seda de China, plegados sobre el sombrío<br />
fondo de tapicería; inmensos abanicos de plumas, colgados o apoyados en las paredes,<br />
circuidos de anchas franjas de perlas, despedían relámpagos luminosos cuando las hería un<br />
furtivo rayo de sol.<br />
<strong>En</strong> el primer piso la camarista tocó a una puerta y se retiró en seguida después de haber<br />
introducido a Emilio. Éste quedó inmóvil, deslumbrado, como ante una apoteosis teatral.<br />
La luz se esparcía brillante desde la cúpula de cristales sostenida por una armadura de hierro<br />
azul de Persia, de donde pendían multitud de colgaduras de tamaños diversos y telas diferentes<br />
que se entrecruzaban graciosamente. Se cimbreaban palmeras africanas y gigantescas <strong>del</strong><br />
Brasil, plantadas en artísticos jarrones japoneses de bronce, con monstruos cincelados que<br />
mostraban sus dientes de marfil y miraban airados con sus ojos de jade. Un ancho y bajo diván<br />
se extendía a lo largo de la pared de la derecha, sobre la cual subía un respaldo de madera<br />
oriental maravillosamente tallado. <strong>En</strong> el fondo, sobre un estrado cubierto de ricos tapices, se<br />
hallaba tendida una mujer desnuda en medio de ricos y brillantes paños en que dominaban el<br />
violado y el oro.<br />
De la cara de aquella mujer sólo se veía un perfil perdido; su rubia cabellera se extendía sobre<br />
las telas; un brazo de exquisita <strong>del</strong>icadeza pendía con artístico abandono; una de sus rodillas<br />
estaba en flexión; la otra pierna, prolongada, dibujaba la más graciosa línea de carne pálida y<br />
aterciopelada.<br />
Ruth, en pie, vestida de blanco, <strong>del</strong>ante de una ancha tela, la única que había en todo el taller,<br />
pintaba. Se volvió hacia la entrada y con diferencia glacial dijo:<br />
– Pase usted, Lavenir.<br />
La mujer desnuda no se movía. Emilio se aproximó lentamente, con el sombrero en la mano,<br />
juzgándose mezquino y ridículo en aquel cuadro de opulencia inaudita que se ofrecía a sus ojos<br />
inexpertos.<br />
Transcurrieron algunos minutos; la atención de Ruth parecía absolutamente fija en su trabajo.<br />
<strong>En</strong> fin, retrocedió, dirigió una mirada larga a su pintura, y, depositando su paleta, tocó un<br />
aparato que corrió instantáneamente una cortina ante la tela.<br />
<strong>En</strong>tonces se dirigió al mo<strong>del</strong>o.<br />
– ¡Basta, Berta!<br />
La mujer se levantó con gracioso movimiento, y, ya en pie, estiró sus brazos presentando su<br />
esbelta estatua de carne, examinando curiosamente al recién venido. Emilio levantó los ojos,<br />
quedó estupefacto, y sus miradas se fijaron en aquella carne que se mostraba así, sin<br />
vergüenza, sin repugnancia. Por otra parte, bajo su amplia vestidura, las formas de Ruth se<br />
adivinaban libremente; al menor movimiento, su ropa se entreabría y mostraba unas caderas<br />
firmemente mo<strong>del</strong>adas, un seno vigoroso y una piel dorada, aterciopelada con un vello<br />
imperceptible.<br />
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