INTRODUCCION: Té con SIR ENDIPITY

de que Nadja despertara. Prepararle unas tostadas con mantequilla embadurnada con los
dedos o posiblemente una taza de leche tibia y granola. Todo dispuesto armónicamente en
una bandeja con ese baile alegre de su anillo de compromiso, mientras Nadja ya le
esperaba sentada en cama, leyendo o mirando el bazar de compras por televisión de 6 a 11.
Y, claro, durante ocho años la armería de ese beso matutino mantuvo el secreto más
celosamente guardado de todos.
En eso consistía la rutina, cumpliéndose ya ocho largos años. Y llegada otra noche,
tal como era su costumbre, ella nuevamente se encaminaba descalza, linterna en mano, a
intentar un último salto en el borde del deseo, en el abismo pasional que hay de un cuarto a
otro, y luego se acercaría hasta él para besarlo dormido, susurrarle lo feliz que ha sido a su
lado y lo imposible de prolongar el coito por la memoria. Por lo pronto, no hay más
remedio que saberlo ahí, inalcanzable. Da su promesa de regresar cada noche y vuelve el
camino a casa. La mayor de las veces, para disfrazar tal soledad lee acostada un buen rato,
entonces echa a dormir al tercer bostezo. Mientras, en la neblina exterior, los espectros
nocturnos agreden a palos la luna y se despedazan entre ellos, pero nunca podrán acercarse
a Nadja, porque ella se halla a salvo en otro lado.
Más, en esta ocasión, la lámpara estaba prendida. El perfil de una manzana del
olvido coronaba la pila de libros no abiertos. La piedra obscura de la ausencia provocaba
una depresión perfectamente circular en el centro de su almohada, al tamaño de una cabeza.
Pero el sitio estaba vacío.
Ella llamó por su nombre, lo buscó por todos lados. Nadja piensa haber distinguido
un llanto entre el rumor de olas y entonces lo encuentra ahí, sentado en el risco.
Tiernamente se arrodilla a su lado y lo rodea con los brazos, mientras le dice:
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