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Cautividad Babilónica De La Iglesia - Escritura y Verdad

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<strong>La</strong> <strong>Cautividad</strong> <strong>Babilónica</strong> <strong>De</strong> <strong>La</strong> <strong>Iglesia</strong><br />

que hay que procurar es que lo que lanzamos como dogma de fe nos resulte cierto, pura y<br />

claramente fundado en la <strong>Escritura</strong>. Y es lo que no se puede hacer en absoluto por lo que a este<br />

sacramento se refiere.<br />

Tampoco tiene la iglesia poder para establecer nuevas promesas divinas de gracia, contra<br />

lo que vanamente proclaman algunos, a juicio de los cuales gozaría de idéntica autoridad lo que<br />

se instituye por la iglesia y lo instituido por Dios, al estar regida aquélla por el Espíritu santo. <strong>La</strong><br />

iglesia nace en virtud de la palabra de la promesa aprehendida por la fe; esa palabra es la que la<br />

nutre y la conserva. Quiero decir que la iglesia se constituye por las promesas de Dios y no la<br />

promesa por la iglesia. <strong>La</strong> palabra de Dios es incomparablemente superior a la iglesia; nada<br />

puede establecer, ordenar ni hacer ésta en la palabra, sino que, cual creatura, sólo puede ser<br />

establecida, ordenada y hecha por la palabra. ¿Quién puede engendrar a su padre? ¿Quién es el<br />

que hace previamente a su autor?<br />

Es cierto que la iglesia puede discernir entre lo que es palabra humana y lo que es palabra<br />

de Dios; de hecho Agustín confiesa que creyó en el evangelio porque la autoridad de la iglesia le<br />

predicaba que aquello era el evangelio. Pero no puede decirse que esté sobre el evangelio, pues<br />

en ese caso estaría también por encima de Dios en el que cree, ya que la iglesia proclama que este<br />

Dios existe. Lo que sucede es que -a tenor de lo que en otro lugar dice san Agustín- el alma se<br />

siente arrebatada por la verdad hasta tal extremo, que está capacitada para juzgar sobre todas las<br />

cosas con certeza absoluta; no obstante, a la verdad no la puede juzgar: se ve obligada a decir con<br />

certidumbre infalible que esa es la verdad. Por ejemplo afirmamos sin lugar a dudas que tres y<br />

siete son diez; no podemos, sin embargo razonar por qué es verdad, puesto que no se puede negar<br />

que sea cierto: nuestra mente está cogida por la verdad, juzgada por la verdad, en vez de decidir<br />

la mente sobre la verdad. Lo mismo sucede con el sentido especial que, ilustrada por el Espíritu,<br />

posee la iglesia para discernir y aprobar la doctrina; no se puede demostrar su existencia, pero es<br />

segurísimo que lo posee. Los filósofos no emiten juicio sobre los conceptos comunes; son éstos<br />

los instrumentos por los que aquéllos son juzgados. Pues lo mismo nos ocurre a nosotros con ese<br />

«sentido espiritual»: juzga a todos y por ninguno es juzgado, como dice el apóstol 127 .<br />

<strong>De</strong>jemos esto para otra ocasión. Quede como indiscutible que la iglesia no puede<br />

prometer la gracia -que es algo exclusivo de Dios- ni, por tanto, instituir un sacramento. Si,<br />

incluso, pudiera hacerlo, no se seguiría por lo mismo que el orden fuera un sacramento. ¿Quién<br />

podrá saber dónde se encuentra esa iglesia que posee el espíritu, ya que cuando se trata de<br />

establecer estas cosas suelen hallarse presentes sólo unos cuantos obispos y letrados? Porque es<br />

posible que no estén dentro de la iglesia y que se equivoquen, como se equivocaron con<br />

frecuencia los concilios, principalmente el de Constanza, que fue el que entre todos más<br />

impíamente erró. Lo único que se puede decir que está fielmente aprobado es lo que aprueba la<br />

iglesia universal, no sólo la de Roma. Admito que el orden sea un rito eclesiástico de tantos como<br />

se han ido introduciendo por los padres de la iglesia. tales como la consagración de vasos<br />

sagrados, de las casas, vestidos, del agua, de la sal, de las candelas, de las hierbas, vino y<br />

similares. Nadie dice que en ellos se realice el sacramento ni que contengan promesa alguna de<br />

gracia. Así, el ungir las manos de un hombre, el afeitar su coronilla, nadie dirá que equivale a<br />

conferir un sacramento, puesto que por ello nada se promete: se trata exclusivamente de preparar<br />

para oficios determinados, como se hace con los vasos y utensilios.<br />

Podrás objetar: ¿qué habría que responder a Dionisio, que en la Jerarquía eclesiástica<br />

incluye el del orden entre los seis sacramentos que enumera? Te responderé que estoy muy al<br />

tanto de que, entre los antiguos, éste es el único que se pronuncia por el número septenario de los<br />

127 1ª Cor 2, 15.<br />

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