Acequias 55 - Torreón - Universidad Iberoamericana
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30<br />
Narrativa<br />
hombre pues su tristeza lo tenía cegado. Sin embargo, habiendo galopado algunos kilómetros<br />
de distancia, recordó las enseñanzas de su mentor en la pagoda: “dar es darse a sí mismo”. Por<br />
consiguiente, regresó a asistir al desvalido pese a su desolación.<br />
Ya junto al necesitado, Kimitake se sobresaltó tras notar zarpazos profundos que le recorrían<br />
el cuerpo entero. Pronto preparó un campamento y cubrió con su chal al monje de largos cabellos<br />
blancos. Lo cuidó alimentándolo una hogaza, un poco de miel que sobraba, y lo confortó con<br />
sake de su odre. A los pocos días transcurridos, el monje se recuperó. No habló con Kimitake,<br />
simplemente sacó de su morral un revestimiento en pañuelos de seda y dijo: “por favor, acepta este<br />
presente, no tengo más pertenencia.” Kimitake tomó sin interés la envoltura y de idéntica manera<br />
la guardó en su sayal. Volvió a uparse sobre su rocín y trotó hasta llegar a un lago de límpidas<br />
aguas e, inalterable, contempló melancólico aquel paisaje tan amado y familiar. Sus oscuros ojos<br />
soñadores reflejaban el encanto del panorama. Todo era silencio y paz. Posteriormente, Kimitake<br />
se apeó de su animal y consciente de su desobediencia y fracaso, siguió el ritual seppuku para<br />
renunciar al último suspiro y así recobrar su honor.<br />
Se prosternó mirando al sol naciente y buscó dentro de sus pertenencias el tanto de<br />
empuñadura con incrustaciones en jade. Mientras así lo hacía, desenvolvió accidentalmente<br />
el regalo obsequiado y su sorpresa fue mayúscula al observar un tallo de peonía hermoso y<br />
resplandeciente de varios colores y de un profundo olor a incienso. Kimitake, con llanto surcando<br />
su rostro, se postró allí mismo y ofició con fervor una plegaría a la deidad Ame-no-uzume por<br />
brindarle dicha y felicidad.<br />
La proximidad del crepúsculo finalmente había llegado, y con ello el límite de la fecha<br />
estipulada. Kimitake, a sabiendas de eso, se dirigió hacia el Palacio Imperial. El jamelgo corría<br />
sin tomar aliento, pero por más veredas que cruzaba daba la impresión de que el día no iba a<br />
acabar nunca, todavía menos la tarde. Antes de la puesta del sol, ya exhausto y falto de ánimo,<br />
Kimitake llegó a las enormes puertas de roble blanco del alcázar y en aquel lugar se desplomó,<br />
satisfecho por haber rescatado de la inanición a los habitantes de Kofu y salvar de la muerte a su<br />
majestad.<br />
<strong>Acequias</strong> <strong>55</strong> Primavera/Verano 2011 Ibero <strong>Torreón</strong>