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Acequias 55 - Torreón - Universidad Iberoamericana

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32<br />

Narrativa<br />

traído consigo. En un principio le irritó la insistencia del narrador por inmiscuirse en el destino<br />

de sus personajes: una pareja en conflicto incapaz de sobreponerse a la pérdida accidental del<br />

hijo, y que se refugia en una casa junto al lago Balatn, cerca de Budapest.<br />

Romero dedujo que el húngaro practicaba este anacronismo, combinándolo con profusas<br />

descripciones, con la intención de parecer deliberadamente vanguardista, aunque en él, lo único<br />

que provocaba era un profundo desaliento. Sólo hasta el tercer capítulo cayó en la cuenta que<br />

se trataba de un ingenioso truco al servicio de la verosimilitud. Entonces se dejó envolver por<br />

la trama de la novela. Su memoria almacenaba las imágenes: el condominio frente al lago, la<br />

piscina rodeada de arbustos olorosos, ese sol empalidecido, las armonías del vodka al verterse<br />

sobre el hielo y la pareja que buscaba expiar culpas a través una discusión permanente. Ahora<br />

era un voyeur del juego que sobrevino en el rellano de la escalera, cuando la mujer quiso huir y<br />

refugiarse en la habitación. La entrega fue rápida, instintiva, indispensable para otro comienzo.<br />

Pesados los párpados, con el libro resbalándosele de las manos, Romero cedió al<br />

cansancio. Soñó con Iracema desnuda, acostada de espaldas sobre un camastro, la misma<br />

posición de la nativa en El espíritu de la muerte. Luego se descubrió agazapado, mirándola,<br />

y justo cuando iba a atacarla, volvió a la realidad. Sudaba. Y tenía una erección. Detestaba la<br />

frialdad de su mujer, las escaramuzas del domingo por la mañana que él complementaba con la<br />

visita a una casa de masajes, una o dos veces por semana. Hacían el amor con prisas; la mente<br />

ocupada siempre en proyectos académicos, varados en ese acuerdo de conveniencia que los<br />

ayudaba a seguir adelante con sus aspiraciones profesionales.<br />

El precario equilibrio empezó a resquebrajarse cuando Iracema, al cumplir cuarenta y cuatro,<br />

llegó puntual a la menopausia, comprendiendo que no tendrían ya ni la esperanza de un hijo<br />

que los obligara a mantenerse juntos. Los meses subsecuentes la relación devino en una silente<br />

coexistencia. Más tarde ella anunció que no tenía ánimos para continuar.<br />

Romero sintió miedo. Ella era la única que lo comprendía un poco, la única capaz de<br />

soportarlo. Tenía dificultades para concentrarse en sus artículos y leer sin anteojos. ¿Comenzaba<br />

su descenso? Así que sugirió este viaje. Perderla confirmaría su ruina. Por eso se encontraba<br />

aquí, de madrugada, intentando leer bajo el manto ambarino del cuarto creciente de la luna, a<br />

punto de acostarse junto a una Iracema que, probablemente, ni siquiera ahora, en este rescoldo<br />

del paraíso iba a condescender a sus deseos.<br />

En el comedor, el mesero le informó que Iracema había salido temprano a recorrer en bote<br />

los manglares. Su disgusto le contrajo la mandíbula. Ese paseo debió ser para dos. ¿Por qué bebí<br />

tanto? Le punzaban las sienes, sintió la espalda y cuello rígidos… se había quedado entumido en<br />

la hamaca, los lentes puestos, el libro en el pecho, y sólo despertó hasta muy entrada la mañana,<br />

cuando la impertinencia del sol cayó sobre su rostro. En su berrinche, derramó la taza del<br />

expresso recién servido. El mozo trató de ayudarlo pero Romero se opuso cortésmente. Decidió<br />

regresar a las páginas de su novela. Antes de retirarse, dejó un billete de diez dólares y pidió que<br />

le llevaran hielo y agua tónica al bungalow.<br />

Llenó su vaso con más ginebra y se acomodó en la hamaca de la terraza. Ahora la pareja<br />

parecía haber establecido una tregua para renovar su apetencia sexual. Y en este punto el autor<br />

se enfrascaba en un largo y farragoso retrato del lago y sus alrededores que a Romero le pareció<br />

excesivo. Prosiguió la lectura un par de horas. A ratos dormitaba y, en los sueños, confundía su<br />

vida con la historia. El recuerdo de Iracema llegaba constantemente a su cerebro. Tratando de<br />

mantener los ojos abiertos, divagaba y debía refrescar su garganta para desperezarse. Finalmente<br />

se durmió.<br />

Cuando abrió los ojos era noche. Oyó el mar y sintió la piel fría. El libro había<br />

caído, las páginas estaban cubiertas de arena. Se inclinó para recogerlo. Al levantar la mirada<br />

vio luz en el cuarto y se puso tenso. Dispuesto al reclamo, se encaminó hacia la habitación.<br />

Se imaginó gritándole, sacudiéndola, echando en cara ese mutismo suyo al que atribuyó el<br />

desastre de la relación, pero antes de poner la mano en el picaporte, cayó en la cuenta de que todo<br />

era enormemente cursi, una escena salida de la pluma de Toni Morrison. Y el viaje había sido<br />

demasiado largo como para agotarlo en discusiones.<br />

Abrió la puerta, llegó despacio a la cama donde Iracema leía Deseo, de Elfriede Jelinek.<br />

En otra ocasión le diría qué piensa de la austriaca. Se sentó al borde de la cama y pidió disculpas.<br />

Iracema cerró el libro y lo miró con lástima. Dejó que pasaran unos segundos sólo para decirle<br />

que se hallaba verdaderamente cansada. Romero quedó en silencio, inmóvil, aguardando que las<br />

palabras fluyeran voluntariamente de su boca. Permaneció así hasta que escuchó:<br />

—Mañana la pasamos juntos, lo prometo; despiértame temprano para nadar —al tiempo que<br />

ella desapareció bajo las sábanas.<br />

<strong>Acequias</strong> <strong>55</strong> Primavera/Verano 2011 Ibero <strong>Torreón</strong>

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