VE-40 MARZO 2018
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Muñecos de nieve<br />
Llegamos al pueblo exhaustos. Hacía frío, el viaje era largo y<br />
pesado y los críos y mi madre lo acusaban en sus caras. Pero en ella<br />
había algo más. Mucho más. Era la viva estampa de la emoción<br />
contenida. Y no era raro. Era la primera vez que pisaba su pueblo<br />
desde aquel día que, siendo aún una niña, lo abandonó de noche,<br />
deprisa y corriendo, con solo lo puesto, huyendo de una guerra que<br />
no comprendía.<br />
La casa estaba en pie. Su prima se había preocupado de<br />
mantenerla hasta el día que murió, dejándole en herencia un trozo de<br />
su infancia perdida encerrada en aquellos muros de piedra.<br />
A mis hijos, de diez y doce años, todo aquello les traía sin<br />
cuidado. Llegaron con la ilusión de vivir, por primera vez en su vida,<br />
un invierno con nieve. Y con la obsesión de hacer el muñeco más<br />
grande del mundo.<br />
—¿Cuándo hacemos el muñeco de nieve?<br />
Mi madre gritó que no con una voz desconocida. Una voz de<br />
pánico que nunca le había oído. Luego se desmayó, y llegué a creer<br />
que la perdía.<br />
Al cabo de un buen rato, recostada en un sofá que todavía<br />
cubrían unas sábanas blancas, me lo contó todo.<br />
No sabía cuánto tiempo hacía que había empezado la guerra.<br />
Pero tenían mucha hambre. La misma nueve que impedía que<br />
llegaran las tropas hasta allí, impedía también que llegara comida. Y<br />
lo poco que daba el campo se había helado. Su hermano Isidro, tres<br />
años mayor que ella, había salido, como todos los días, en busca de<br />
algo con que aplacar aquel agujero que tenían en el estómago.<br />
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