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por tanto sin poder reflexionarla, en el momento en que
se impone cruzando el amor más violento.
A primera vista se podría pensar que una concentración
tal, conceptual e imaginativa, en la desolación de ni
siquiera poder morir, y una limitación tan exclusiva al
acto de escribir aíslan en un mundo interno. ¿O tal vez
ayudan a afirmarse crítica y furiosamente frente a una
realidad inaceptable? Ni siquiera eso. La desolación de
una superficialidad irrecuperable hace que lo banal sea
lo importante: la reducción de la jornada de trabajo, la
vivienda habitable, las vacaciones. No hay compensación
humanista ni escape en una utopía ni consolación
superior por el arte. Éste sólo representa la ruptura en el
continuo, la capacidad de agrietar por un instante nuestra
constitución espontánea, incontrolable; quizá sea precisa
la desgracia o el crimen para poder romper la seguridad
cotidiana de la ley, el continuo del tiempo, y afrontar
así catastróficamente la aparición de lo terrible en el
mismo acto hecho para olvidarlo, es un decir más silencioso
que el silencio propio. De este modo interpreto
también la actitud política de Blanchot; porque la historia
es un suceder ciego, irreconciliable —contra Hegel—
con verdad alguna, más bien cercano a la falsedad manifiesta,
un rumor de fondo, un continuo, un errar sin
fin, en el que el arte produce por un momento como
una falla; de esta «falla», en que surge la decisión, toma
su fuerza la «banalidad» de todo trabajo, de toda acción
eficaz.
En La sentencia de muerte la invasión de Francia por
los alemanes es un suceso tremendo aludido como de
puntillas, que comunica subterráneamente con la violencia
del relato; pero que no recibe el permiso de ocupar la
escena, ni permite el heroísmo de una resistencia exis-
tencia de muerte (1985). Claro que «sentencia» sólo puede recoger uno
de los sentidos de arrêt, que además indica suspensión y detención,
como ocurre efectivamente en la obra con la muerte de J.
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