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para su juego, lo destituye del papel de sujeto que parece
aceptar. (El)lo se desdobla así redoblándose indefinidamente:
el (el)lo sujeto, y que detenta dicha función al lanzar
la frase, es corno la coartada de otro (el)lo, el cual no
jugaría ningún papel, no desempeñaría ninguna función,
salvo la de permanecer desocupado repitiéndose invisiblemente
en una serie infinita que el análisis trata de recuperar
y que recobra cada vez a tiro pasado. Pero, para
eso, lo que parece preciso es que, en un extremo de la cadena,
hubiera, para encargarse de representar la regla de
identidad, un mí mismo capaz de no estar allí más que
para decir «yo».
• El deseo de encontrarse con ellos le resultaba tan familiar
como el silencio de la nieve en los tejados. Pero, él solo,
no podía mantener el deseo vivo.
• Es como si hubiera escrito en el margen de un libro
que sería escrito mucho más tarde, en una época en la que
los libros desaparecidos tiempo atrás, evocarían sólo un
pasado espantosamente antiguo y como carente de habla,
sin más habla que aquella voz susurrante de un pasado
espantosamente antiguo.
• Como si hubiera sido preciso responder a una exigencia
tanto más marcada que no exigía más que esa respuesta
infinita.
• En cierto modo, es preciso que la presencia —la satisfacción
absoluta— se cumpla con el remate del discurso
para que el eterno retorno revele, bajo el velo del olvido,
la exigencia de un tiempo sin presente, es decir, de otra
modalidad totalmente distinta de afirmación. Seguramente,
Nietzsche puede nacer antes de Hegel y, en efecto,
cuando nace es siempre antes de Hegel. De ahí que cabe
la tentación de llamar su locura: la relación necesariamente
prematura, siempre anticipada, siempre inactual,
sin nada, por consiguiente, que pueda proporcionarle
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