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petada, es decir, conservada, ni siquiera a distancia. Pero
la ley, con su exigencia siempre absoluta y debido al límite
que determina y que la determina, no soporta que la
gracia venga gratuitamente en su ayuda para hacer posible
su imposible observancia. La ley es la autoridad vacía,
frente a la cual nadie en particular puede mantenerse
y que no puede ser suavizada con la meditación, ese
velo de gracia que haría tolerable aproximarse a ella.
La ley no puede transgredirse puesto que no existe
más que con vistas a la transgresión–infracción y gracias
a la ruptura que ésta cree producir, mientras que la infracción
no hace más que justificar, volver justo lo que
rompe o desafía. El círculo de la ley es el siguiente: es
preciso que haya franqueamiento para que haya límite,
pero sólo el límite, en la medida en que es infranqueable,
requiere ser franqueado, afirma el deseo (el paso en falso)
que ya siempre ha franqueado la línea con un movimiento
imprevisible. El entredicho no se constituye más
que por medio del deseo que sólo desearía con vistas a lo
entredicho. Y el deseo es el entredicho que se libera deseándose,
no ya como deseo por sí mismo entredicho, sino
como deseo (de lo) entredicho que adquiere el brillo, la
amabilidad, la gracia de lo deseable, aunque sea mortal.
La ley se revela como lo que es: no tanto el mandamiento
que se sanciona con la muerte cuanto la muerte misma
con cara de ley, esa muerte de la que el deseo (contra
la ley) no sólo no se aparta sino que se fija como última
meta, deseando incluso morir, a fin de que la muerte,
aunque sea como muerte del deseo, sea aún una muerte
deseada, aquella que sustenta el deseo, al igual que el
deseo paraliza la muerte. La ley mata. La muerte siempre
es horizonte de la ley: si haces esto, morirás. La ley
mata a aquel que no la observa, y observar es ya, asimismo,
morir, morir a todas las posibilidades. Sin embargo,
como la observancia —si la ley es Ley— es imposible y,
en todo caso, siempre incierta, siempre incompleta, la
muerte sigue siendo el único plazo del que sólo el amor
de la muerte puede apartar, pues quien ama la muerte
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