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falaz proposición de ese mí hecho pedazos, íntimamente
herido— de nuevo un mí vivo, es decir, colmado).
• Como si hubiese resonado, ahogadamente, una llamada.
• Al borde de la escritura, siempre obligado a vivir sin ti.
• Le resultaba casi fácil, allí donde vivía, vivir casi sin
signo alguno, casi sin un mí, como al borde de la escritura,
cerca de esa palabra, apenas una palabra, más bien
una palabra de más y nada más que una palabra gracias
a la cual, un día del pasado, dulcemente acogido, recibió
la salvación que no salvaba, la interpelación que le había
despertado. Era algo que se podía contar, incluso y sobre
todo si no había nadie para oírlo. En cierto modo, le hubiera
gustado poder tratarlo con la misma dulzura que
había recibido: dulzura que lo mantenía a distancia, debido
al excesivo poder que le concedía sobre sí mismo y,
a través de él, sobre todas las cosas. Casi sobre todas las
cosas: siempre había esa ligera restricción, tácita, que le
obligaba —dulce obligación— a recurrir, a menudo y
como debido a un ritual que le hacía sonre r, í a esas formas
de decir, casi, quizás, apenas, de momento, a menos
que, y tantas otras, signos sin significación que, como
muy bien sabía (¿sabíalo?), le otorgaban algo muy preciado,
la posibilidad de repetirse —pero no, no sabía lo
que le acaecía por medio de ellos—, «quizás» el derecho
de franquear el límite sin saberlo, «quizás» el retroceder
angustiado, perezoso, ante la afirmación decisiva de la
que le protegían a fin de que aún estuviese allí para no
oírla.
• Como si hubiera resonado, ahogadamente, esa llamada,
una llamada no obstante alegre, el griterío de unos niños
jugando en el jardín: «¿Hoy quién es mí?». «¿Quién
hace las veces de mí?» Y la respuesta alegre, infinita: él
él, él.
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