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naria de mediados de siglo, que con su énfasis antimoderno,
espiritualista, apoyó paradójicamente los procesos
de modernización brutal, bajo signo fascista, que han terminado
desembocando en la sociedad occidental de masas.
En España, donde el proceso de modernización fue
incompleto y resultó interrumpido violentamente, la sociedad
de masas o sociedad sin sociedad se superpone
virtualmente a importantes restos preindustriales. La carencia
de sociedad, la falta de sentido, el infantilismo
perverso del «homo electronicus» se injertan así sobre los
restos tradicionales de un complejo rompecabezas de elementos
premodernos, modernos y «posmodernos». Blanchot
puede servir a la afirmación de pequeñas élites académicas
en una estrecha franja de modernidad, por así
decirlo, profesional (una posibilidad prevista por Blanchot,
infra 51). En realidad es una pieza de alta cultura
entre poesía, ensayo y narrativa, apta para sacudir esa
modernidad perezosa; ni se puede aprender autoritariamente
ni consumir posmodernamente. Obliga a realizar
con ella sus mismas o análogas trabajosas operaciones
de una introspección que descubre en sí la externalidad
radical hacia la que se desliza el mundo contemporáneo.
12 Precisamente la dispersión posibilita la sorpresa
singular, la última verdad en la entonación de una palabra
(págs. 18 y sigs.), el escape al continuo maldito de la
historia (pág. 20), liberación, frente al sentido impuesto
(pág. 33) y a la exigencia de verdad (pág. 157).
Tal vez sea en la autobiografía póstuma de Althusser
(L’avenir dure longtemps suivi de Les faits. Stock/Imec,
1992) 13 donde mejor ha quedado expuesta la terrible omnipresencia
de la muerte en la alta cultura tardomoderna.
Si algo caracteriza en este contexto a Blanchot, es que no
12. En una carta a Cristina Peretti de agosto, 30? (sic) de 1993,
Blanchot le dice: «Me permito recordarle la afirmación de Valéry: el
sentido de un texto pertenece al lector, no al autor».
1993).
13. Hay traducción castellana en el Círculo de Lectores (Barcelona,
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