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Testimonios Arrecife

Textos sedimentarios sobre la orquesta: entrevistas, manifiestos, autobiografías y otras informaciones, no siempre útiles.

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favorable, salvo el obligado y quizá inmerecido aplauso final. Sentí que había aburrido al público

con mis ingeniosas tonterías y traté posteriormente de aclarar este episodio con multitud de

reflexiones, ninguna de las cuales me aportó nada valioso.

Por circunstancias personales, mi madre sentía que ella no había tenido acceso a muchas

oportunidades dentro del mundo de la educación, de tal modo que procuró que su hijo estuviera

en contacto con el conocimiento. Fue ella la que me llevó hasta la biblioteca, la que me inscribió

en clases de piano o de pintura que luego, inmediatamente, quería abandonar.

P: Y después vino el dibujo.

R: Así es. No sé si después o al mismo tiempo. Un contacto tan estrecho con la literatura me

llevó, inicialmente, a la vertiente más literaria del dibujo: el cómic. También aquí la perspectiva

humorística era una herramienta muy valiosa. Entre todos los libros que por entonces caían en

mis manos, conocí las publicaciones del TBO, de Jan y, por descontado, de Ibáñez, al que yo

llamaba Fibáñez. Mis historietas no eran buenas ni interesantes, ni siquiera estaban bien

organizadas, pero me permitían materializar pensamientos y pasar bastantes horas entretenido,

absorto en la creación. De Fibáñez aprendí a dibujar sin parar, independientemente de conseguir

la excelencia en el resultado. En las clases escolares dedicaba más tiempo al dibujo que a la labor

de atender y los profesores me permitían dibujar hasta cierto punto, porque si no, acababa

boicoteando su duro trabajo. Prefería estar encerrado en mi cuarto en compañía de mis

bolígrafos y lapiceros en vez de en la calle, jugando con otros niños. El arte, mis personajes, era

mi juego, mi pasatiempo, mi diversión. Vivir vidas ficticias e imposibles me proporcionaba mayor

satisfacción que cualquier otra cosa en el mundo real. Por entonces no pensaba en que aquello

que realizaba tuviera un alto valor más allá del que yo pudiera otorgarle. Aquí el público, la

respuesta, no era tan importante como en el caso anterior que he comentado. Disfrutaba mucho

creando nueva obra, pero también lo hacía revisando obra vieja. Gracias a esta revisión accedía

a retrospectivas y tiempos pasados, me fascinaba como todo el tiempo quedaba resumido en

unos trazos a los que podía retornar en cualquier momento. Asimismo, me preocupaba la

tremenda descompensación que había, pues una semana de esfuerzo constante y prolongado

(aun divertido), podía quedar reducida a una mera página que amarilleaba y no valía demasiado.

Ya desde entonces, trabajaba sobre soportes y con materiales poco nobles, otorgándole un

inconmensurable valor al contenido y no a las formas, práctica que ha sido constante en mis

dedicaciones posteriores, como a la hora de presentar mis trabajos sin encuadernar y con una

grapa, o a la hora de hacer fotografías con un móvil de escasa resolución.

Esta etapa de autosuficiencia y ensimismamiento tenía poco recorrido. Constantemente acudían

a mí preocupaciones, hasta cierto punto absurdas como, ¿es esto realmente bueno? ¿merece la

pena?... E idealizaba un estreno, una representación, en la cual la gente revisara mis trabajos y

quedasen absolutamente maravillados. Guardaba celosamente mis gruesos tomos de dibujos

confiando en que algún día, seguramente, sería considerado uno de los grandes artistas de la

historia universal. Sin embargo, comparándome con otros artistas, encontraba mi obra bastante

inferior. Sospechaba que mi producción era demasiado personal e introspectiva, absurda e

intrascendente, cándida, que a nadie interesaría entonces, que carecía de valor, por lo tanto.

Pero mientras yo estuviera contento con ella, lo demás no trascendía demasiado, y me cerraba

constantemente a recibir aportaciones o referencias externas, confiando en que, con años y

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