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hace el milagro (mi Madre Santísima de Guadalupe me lo ha de conceder), si me le junto a Villa...,<br />

juro por la sagrada alma de mi madre que me la han de pagar estos federales".<br />

Otro, joven, muy inteligente, pero charlatán hasta por los codos, dipsómano y fumador de marihuana,<br />

lo llamó aparte y, mirándolo a la cara fijamente con sus ojos vagos y vidriosos, le sopló al oído:<br />

"Compadre..., aquéllos..., los de allá del otro lado..., ¿comprendes..., aquéllos cabalgan lo más<br />

granado de las caballerizas del Norte y del interior, las guarniciones de sus caballos pesan de pura<br />

plata... Nosotros, ¡pst!..., en sardinas buenas para alzar cubos de noria..., ¿comprendes, compadre<br />

Aquéllos reciben relucientes pesos fuertes; nosotros, billetes de celuloide de la fábrica del asesino...<br />

Dije..."<br />

Y así todos, hasta un sargento segundo contó ingenuamente: "Yo soy voluntario, pero me he tirado<br />

una plancha. Lo que en tiempos de paz no se hace en toda una vida de trabajar como una mula, hoy<br />

se puede hacer en unos cuantos meses de correr la sierra con un fusil a la espalda. Pero no con<br />

éstos `mano'..., no con éstos..."<br />

Y Luis Cervantes, que compartía ya con la tropa aquel odio solapado, implacable y mortal a las<br />

clases, oficiales y a todos los superiores, sintió que de sus ojos caía hasta la última telaraña y vio<br />

claro el resultado final de la lucha.<br />

—¡Mas he aquí que hoy, al llegar apenas con sus correligionarios, en vez de recibirle con los brazos<br />

abiertos lo encapillan en una zahúrda!<br />

Fue de día: los gallos cantaron en los jacales; las gallinas trepadas en las ramas del huizache del<br />

corral se removieron, abrían las alas y esponjaban las plumas y en un solo salto se ponían en el<br />

suelo.<br />

Contempló a sus centinelas tirados en el estiércol y roncando. En su imaginación revivieron las<br />

fisonomías de los dos hombres de la víspera. Uno, Pancracio, agüerado, pecoso, su cara lampiña, su<br />

barba saltona, la frente roma y oblicua, untadas las orejas al cráneo y todo de un aspecto bestial. Yel<br />

otro, el Manteca, una piltrafa humana: ojos escondidos, mirada torva, cabellos muy lacios cayéndole a<br />

la nuca, sobre la frente y las orejas; sus labios de escrofuloso entreabiertos eternamente.<br />

Y sintió una vez más que su carne se achinaba.<br />

VII<br />

Adormilado aún, Demetrio paseó la mano sobre los crespos mechones que cubrían su frente<br />

húmeda, apartados hacia una oreja, y abrió los ojos.<br />

Distinta oyó la voz femenina y melodiosa que en sueños había escuchado ya, y se volvió a la puerta.<br />

Era de día: los rayos del sol dardeaban entre los popotes del jacal. La misma moza que la víspera le<br />

había ofrecido un apastito de agua deliciosamente fría (sus sueños de toda la noche), ahora, igual de<br />

dulce y cariñosa, entraba con una olla de leche desparramándose de espuma.<br />

—Es de cabra, pero está regüena... Andele, nomás aprébela...<br />

Agradecido, sonrió Demetrio, se incorporó y, tomando la vasija de barro, comenzó a dar pequeños<br />

sorbos, sin quitar los ojos de la muchacha.<br />

Ella, inquieta, bajó los suyos.<br />

—¿Cómo te llamas<br />

— Camila.<br />

—Me cuadra el nombre, pero más la tonadita...

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