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caballos echados, caída la cabeza y cerrados los ojos.<br />

—Están muy estragadas las remudas, compadre Anastasio; es bueno que nos quedemos a<br />

descansar un día siquiera.<br />

—¡Ay, compadre Demetrio!... ¡Qué ganas ya de la sierra! Si viera..., ¿a que no me lo cree... pero<br />

naditita que me jallo por acá... ¡Una tristeza y una murrial... ¡Quién sabe qué le hará a uno faltal...<br />

— ¿Cuántas horas se hacen de aquí a Limón<br />

— No es cosa de horas: son tres jornadas muy bien hechas, compadre Demetrio.<br />

—¡Si vieral... ¡Tengo ganas de ver a mi mujer!<br />

No tardó mucho la Pintada en ir a buscar a Camila:<br />

— ¡Újule, újule!... Sólo por eso que ya Demetrio te va a largar. A mí, a mí mero me lo dijo... Va a<br />

traer a su mujer de veras... Yes muy bonita, muy blanca... ¡Unos chapetes!... Pero si tú no te queres<br />

ir, pue que hasta te ocupen: tienen una criatura y tú la puedes cargar...<br />

Cuando Demetrio regresó, Camila, llorando, se lo dijo todo.<br />

— No le hagas caso a esa loca... Son mentiras, son mentiras...<br />

Y como Demetrio no fue a Limón ni se volvió a acordar de su mujer, Camila estuvo muy contenta y la<br />

Pintada se volvió un alacrán.<br />

XI<br />

Antes de la madrugada salieron rumbo a Tepatitlán. Diseminados por el camino real y por los<br />

barbechos, sus siluetas ondulaban vagamente al paso monótono y acompasado de las caballerías,<br />

esfumándose en el tono perla de la luna en menguante, que bañaba todo el valle.<br />

Se oía lejanísimo ladrar de perros.<br />

— Hoy a mediodía llegamos a Tepatitlán, mañana a Cuquío, y luego..., a la sierra —dijo Demetrio.<br />

—¿No sería bueno, mi general —observó a su oído Luis Cervantes—, llegar primero a<br />

Aguascalientes<br />

— ¿Qué vamos a hacer allá<br />

—Se nos están agotando los fondos...<br />

— ¡Cómo!... ¿Cuarenta mil pesos en ocho días<br />

— Sólo en esta semana hemos reclutado cerca de<br />

quinientos hombres, y en anticipos y gratificaciones se<br />

nos ha ido todo —repuso muy bajo Luis Cervantes.<br />

— No; vamos derecho a la sierra... Ya veremos... —¡Sí, a la sierra! —clamaron muchos.<br />

— ¡A la sierral... ¡A la sierral... No hay como la sierra.<br />

La planicie seguía oprimiendo sus pechos; hablaron de la sierra con entusiasmo y delirio, y pensaron<br />

en ella como en la deseada amante a quien se ha dejado de ver por mucho tiempo.<br />

Clareó el día. Después, una polvareda de tierra roja se levantó hacia el oriente, en una inmensa<br />

cortina de púrpura incendiada.

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