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— Miren, siñores, al frente de la iglesia está la plaza, caminan nomás otro tantito pa abajo, y allí<br />

mero queda el cuartel.<br />

Luego se arrodilló, pidiendo que ya le dejaran regresar; pero Pancracio, sin responderle, le dio un culatazo<br />

sobre el pecho y lo hizo seguir delante.<br />

— ¿Cuántos soldados están aquí —inquirió Luis Cervantes.<br />

— Amo, no quiero mentirle a su mercé; pero la verdá, la mera verdá, que son un titipuchal...<br />

Luis Cervantes se volvió hacia Demetrio que fingía no haber escuchado.<br />

De pronto desembocaron en una plazoleta. Una estruendosa descarga de fusilería los ensordeció.<br />

Estremeciéndose, el caballo zaino de Demetrio vaciló sobre las piernas, dobló las rodillas y cayó<br />

pataleando. El Tecolote lanzó un grito agudo y rodó del caballo, que fue a dar a media plaza,<br />

desbocado.<br />

Una nueva descarga, y el hombre guía abrió los brazos y cayó de espaldas, sin exhalar una queja.<br />

Anastasio Montañés levantó rápidamente a Deme<br />

trio y se lo puso en ancas. Los demás habían retrocedido ya y se amparaban en las paredes de las<br />

casas.<br />

— Señores, señores —habló un hombre del pueblo, sacando la cabeza de un zaguán grande—,<br />

lléguenles por la espalda de la capilla... allí están todos. Devuélvanse por esta misma calle, tuerzan<br />

sobre su mano zurda, luego darán con un callejoncito, y sigan otra vez adelante a caer en la mera<br />

espalda de la capilla.<br />

En ese momento comenzaron a recibir una nutrida lluvia de tiros de pistola. Venían de las azoteas<br />

cercanas.<br />

— ¡Hum —dijo el hombre—, ésas no son arañas que pican!... Son los curros... Métanse aquí<br />

mientras se van... Esos le tienen miedo hasta a su sombra.<br />

— ¿Qué tantos son los mochos —preguntó Demetrio.<br />

— No estaban aquí más que doce; pero anoche traiban mucho miedo y por telégrafo llamaron a los<br />

de delantito. ¡Quién sabe los que serán!... Pero no le hace que sean muchos. Los más han de ser de<br />

leva, y todo es que uno haga por voltearse y dejan a los jefes solos. A mi hermano le tocó la leva<br />

condenada y aquí lo train. Yo me voy con ustedes, le hago una señal y verán cómo todos se vienen<br />

de este lado. Y acabamos nomás con los puros oficiales. Si el siñor quisiera darme una armita...<br />

—Rifle no queda, hermano; pero esto de algo te ha de servir —dijo Anastasio Montañés tendiéndole<br />

al hombre dos granadas de mano.<br />

El jefe de los federales era un joven de pelo rubio y bigotes retorcidos, muy presuntuoso. Mientras no<br />

supo a ciencia cierta el número de los asaltantes, se había mantenido callado y prudente en extremo;<br />

pero ahora<br />

que los acababan de rechazar con tal éxito que no les habían dado tiempo para contestar un tiro<br />

siquiera, hacía gala de valor y temeridad inauditos. Cuando todos los soldados apenas se atrevían a<br />

asomar sus cabezas detrás de los pretiles del pórtico, él, a la pálida claridad del amanecer, destacaba<br />

airosamente su esbelta silueta y su capa dragona, que el aire hinchaba de vez en vez.<br />

—¡Ah, me acuerdo del cuartelazo!...<br />

Como su vida militar se reducía a la aventura en que se vio envuelto como alumno de la Escuela de<br />

Aspirantes al verificarse la traición al presidente Madero, siempre que un motivo propicio se<br />

presentaba, traía a colación la hazaña de la Ciudadela.<br />

—Teniente Campos —ordenó enfático—, baje usted con diez hombres a chicotearme a esos<br />

bandidos que se esconden... ¡Canallas!... ¡Sólo son bravos para comer vacas y robar gallinas!<br />

En la puertecilla del caracol apareció un paisano. Llevaba el aviso de que los asaltantes estaban en<br />

un corral, donde era facilísimo cogerlos inmediatamente.<br />

Eso informaban los vecinos prominentes del pueblo, apostados en las azoteas y listos para no dejar

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