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— ¡Mientes!...<br />

— Sí; le diste cantáridas pa...<br />

Los gritos de protesta de Venancio se ahogaron entre las carcajadas estrepitosas de los demás.<br />

Demetrio, avinagrado el semblante, les hizo callar; luego comenzó a quejarse, y dijo:<br />

—A ver, traigan, pues, al estudiante.<br />

Vino Luis Cervantes, descubrió la pierna, examinó detenidamente la herida y meneó la cabeza. La<br />

ligadura de manta se hundía en un surco de piel; la pierna, abotagada, parecía reventar. A cada<br />

movimiento, Demetrio ahogaba un gemido. Luis Cervantes cortó la ligadura, lavó abundantemente la<br />

herida, cubrió el muslo con grandes lienzos húmedos y lo vendó.<br />

Demetrio pudo dormir toda la tarde y toda la noche. Otro día despertó muy contento.<br />

—Tiene la mano muy liviana el curro —dijo. Venancio, pronto, observó:<br />

— Está bueno; pero hay que saber que los curros son como la humedad, por dondequiera se filtran.<br />

Por los curros se ha perdido el fruto de las revoluciones.<br />

Y como Demetrio creía a ojo cerrado en la ciencia del barbero, otro día, a la hora que Luis Cervantes<br />

lo fue a curar, le dijo:<br />

—Oiga, hágalo bien pa que cuando me deje bueno y sano se largue ya a su casa o adonde le dé su<br />

gana.<br />

Luis Cervantes, discreto, no respondió una palabra.<br />

Pasó una semana, quince días; los federales no daban señales de vida. Por otra parte, el fijol y el<br />

maíz abundaban en los ranchos inmediatos; la gente tal odio tenía a los federales, que de buen grado<br />

proporcionaban auxilio a los rebeldes. Los de Demetrio, pues, esperaron sin impaciencia el completo<br />

restablecimiento de su jefe.<br />

Durante muchos días, Luis Cervantes continuó mustio y silencioso.<br />

—¡Qué se me hace que usté está enamorado, curro! —le dijo Demetrio, bromista, un día, después de<br />

la curación y comenzando a encariñarse con él.<br />

Poco a poco fue tomando interés por sus comodidades. Le preguntó si los soldados le daban su<br />

ración de carne y leche. Luis Cervantes tuvo que decir que se alimentaba sólo con lo que las buenas<br />

viejas del rancho querían darle y que la gente le seguía mirando como a un desconocido o a un<br />

intruso.<br />

—Todos son buenos muchachos, curro —repuso Demetrio—; todo está en saberles el modo. Desde<br />

mañana no le faltará nada. Ya verá.<br />

En efecto, esa misma tarde las cosas comenzaron a cambiar. Tirados en el pedregal, mirando las<br />

nubes crepusculares como gigantescos cuajarones de sangre, escuchaban algunos de los hombres<br />

de Macías la relación que hacía Venancio de amenos episodios de El judío errante. Muchos,<br />

arrullados por la meliflua voz del barbero comenzaron a roncar; pero Luis Cervantes, muy atento,<br />

luego que acabó su plática con extraños comentarios anticlericales, le dijo enfático:<br />

— ¡Admirable! ¡Tiene usted un bellísimo talento!<br />

— No lo tengo malo —repuso Venancio convencido—; pero mis padres murieron y yo no pude<br />

hacer carrera.<br />

— Es lo de menos. Al triunfo de nuestra causa, usted obtendrá fácilmente un título. Dos o tres<br />

semanas de concurrir a los hospitales, una buena recomendación de nuestro jefe Macías..., y usted,<br />

doctor... ¡Tiene tal facilidad, que todo sería un juego!<br />

Desde esa noche, Venancio se distinguió de los demás dejando de llamarle curro. Luisito por aquí y<br />

Luisito por allí.

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