A izquierda y a derecha del pórtico de los templos budistas están las gigantescas efigies de los cuatro Diamantinos Reyes del Cielo. El mayor blande una espada mágica, Nube Azul, en cuya hoja están grabados los signos de los cuatro elementos, Tierra, Agua, Fuego, Viento. Desenvainar esta arma es engendrar un viento negro, que aniquila los cuerpos de los hombres y los convierte en polvo. El segundo carga una sombrilla, llamada Sombrilla del Caos, implemento mágico que, al ser abierto, entenebrece el mundo, y al ser invertido, trae tempestades, truenos y terremotos. El tercero pulsa una guitarra de cuatro cuerdas; cuando el Dios la toca, el mundo entero se detiene para escuchar y arden los campamentos del enemigo. El cuarto maneja dos látigos y posee una maleta de piel de pantera, donde vive una suerte de rata blanca, cuyo nombre más auténtico es Hua-hu Tiao; cuando la sueltan, este animal asume la forma de un elefante de alas blancas, que se alimenta de hombres. F. T. C. Werner, Myths and Legends of China (Londres, 1922). SE DABA SU LUGAR Andrea, la sirvienta, está preocupada. -En el Socorro -explicó- el Padre nos dijo que hay otra vida. Si uno supiera, señora, que le va a tocar una casa buena, como ésta, en que la tratan a una con consideración, no me importaría, pero francamente trabajar allá con desconocidos, con déspotas que abusan del pobre... Rita Acevedo de Zaldumbide, Minucias porteñas del otro siglo (1907). FACSIMILES La soberbia humana no tiene límites: nuestra pluma se rehusa a escribir ciertas impiedades. ¡Hubo temerarios que remedaron, siquiera de un modo imperfecto, esas admirables fundaciones de la Justicia, que son el Infierno y el Cielo! De tan descaminadas tentativas, la más moderna corresponde al siglo XI. El heresiarca persa Hassan ibn Sabbah erigió en la cumbre de una montaña un paraíso artificial, dotado de quioscos, de músicos ocultos, de divanes y de doncellas; lo surcaban riachos de miel, de leche y vino. Oportunas dosis de hachís adormecían a los sectarios que, sin entender cómo, se encontraban de pronto en el paraíso o fuera de él. Estas falsas visiones de un mundo sobrenatural estimulaban y afianzaban su fe. Tal es el origen auténtico de la considerable secta de los Asesinos, cuyo nombre deriva del hachís; el curioso lector consultará el capítulo XXII del libro primero de Marco Polo, titulado: Del Viejo de la Montaña. De su palacio y jardines. De su captura y muerte. ¡Inescrutable azar de la Providencia! Un déspota maquinó un paraíso; un soberano, sabio y santo, cayó en la inversa tentación de urdir un infierno. Tres siglos antes de la era cristiana, Asoca, emperador de la India, ordenó a sus arquitectos y albañiles, la erección de un infierno terrenal, rico en montañas de cuchillos y piletas de aceite hirviendo. Un monje budista, que recorría la comarca, fue el penúltimo de sus huéspedes; los alguaciles lo arrojaron a una de las terribles piletas, cuyo aceite, al contacto del cuerpo venerable, se convirtió en agua tibia, florecida de lotos. Asoca no desoyó esta advertencia y ordenó la demolición del recinto, no sin antes agotar las torturas en la persona del administrador. El peregrino budista Sung Yun ha referido el caso. P. Zaleski, Mémoires d'un bouquiniste de la Seine. DEL VIAJERO QUERUBINICO El viaje no es tan largo, cristiano; a menos de un paso está el Paraíso. Aunque un réprobo alcanzara el cielo más alto, el dolor del Infierno seguiría atormentándolo. No me dolería el Infierno, aunque yo siempre estuviera ahí; si el fuego del Infierno te quema, tuya es la culpa. Con un solo beso, la novia se hace más merecedora del Paraíso, que todos los mercenarios que trabajan hasta la muerte. Hombre, deja de ser hombre si quieres llegar al Paraíso; Dios sólo recibe a otros dioses. Hombre, si no contienes el Paraíso, nunca entrarás en él. Ya basta amigo. Si quieres seguir leyendo, transfórmate tú mismo en el libro y en la doctrina. Angelus Silesius (1624-1677).
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