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LA MONTAÑA DE LOS SIGNOS - Iberescena

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Antonin Artaud padece retorcijones estomacales, tiene diarrea y busca un lugar donde expulsar sus excremen-<br />

tos líquidos. Todo le duele, todo él se revierte. Es el agua impotable que ha bebido, son los efectos de no tener<br />

droga en el organismo. Sufre, expurga los dolores neurálgicos de su espíritu perturbado.<br />

Antonio Morales<br />

Insiste con el teléfono, quiere hablar con la mujer<br />

Aló, amor, aquí explorador de caminos queriendo escuchar tu voz. Te recuerdo que estoy<br />

más allá de lo tangible: los senderos de tierra y piedra parecen flotar en el vacío. Mis ojos<br />

descubren grafías en las rocas, signos labrados por los elementos. Creo que me rodean los<br />

fantasmas de la memoria. Te pienso mucho ¡Dónde estás? ¡Con quién estás? Llámame…<br />

Antonin Artaud retoma su maleta y la carga a la espalda como si fuera un fardo, trastabilla y se esfuerza más<br />

allá de sus propias posibilidades. Las presencias van cerrando salidas y amontonando piedras, creando obstá-<br />

culos para que el extranjero no encuentre rumbo.<br />

Las rocas y los cuerpos se transforman y son animales-fósiles, grandes señores meditando o cuerpos<br />

haciendo abluciones o acostados entre los peñascos, descansando en el efímero eterno de los siglos en suspenso.<br />

Antonin Artaud deja la maleta, respira con dificultad, balbucea, lanza espumarajos, tiene los labios<br />

resecos y la piel le duele, la siente erosionada.<br />

Una mujer indígena lee las páginas de un libro de agua, en un cuenco de barro colocado entre las<br />

piedras, en un altar triangular, similar a un fogón.<br />

Las presencias tienen cántaros colocados en las cabezas, como máscaras de barro que cubren los ros-<br />

tros y le dan a los cuerpos cierto diseño escultórico subjetivo.<br />

Antonin Artaud se acerca a la mujer y se arrodilla. Ella, de manera inesperada, le vierte ceniza, como<br />

si derramara agua, vaciando una vasija que tiene junto al libro de agua.<br />

La mujer le rocía ceniza, como echándolo y, al mismo tiempo, reavivando un cuerpo agobiado por<br />

neuralgias y cansancio enfermizo.<br />

Antonin Artaud, sucio de ceniza y de sudor, alza la maleta como si fuera una cruz y sigue el camino<br />

que sus pies han elegido. La cabeza y los ojos están extraviados en los malestares entrañables que lo laceran.<br />

El poeta vive una especie de vía crucis, a su manera, inflingiéndose la ley de los penitentes.<br />

Las presencias, como indígenas esquivos, salidos de un sueño borroso, acumulan piedras y forman un túmulo,<br />

clavan una cruz y le prenden fuego.<br />

Antonin Artaud llega hasta muy cerca, alucinando de cansancio, con hambre, sin droga y sin con-<br />

suelo. Cae extenuado y queda inmóvil mientras el fuego se extingue lentamente.<br />

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