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Termíteme - Roca Editorial

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la emperatriz amarga<br />

Sabina rozaba el borde de la copa cuidadosa y repetidamente,<br />

como quien conjura un espíritu o reitera un ritual antiguo<br />

y en desuso, como si abriera o cerrase las puertas de su propio<br />

infierno en la copa y su contenido líquido, mientras volvía<br />

de hito en hito su mirada hacía mí para abrirme su corazón, tan<br />

reservado casi siempre, de una forma desnuda, descarnada. En<br />

todos estos años, había aprendido a quererla a pesar de sus silencios<br />

y distancias. A pesar de sus muros invisibles y la aparente<br />

frialdad con la que le habían enseñado a comportarse y<br />

tras la que ella se escudaba como un soldado tras su coraza de<br />

una violencia inmóvil. Su naturaleza sólo era una fiera doblegada<br />

con esfuerzo diario. En su interior se producían cataclismos,<br />

que a veces salían a la superficie de manera violenta, como<br />

los fenómenos que acaban con ciudades en sólo un día por designio<br />

de los dioses. A menudo, me planteaba si la conocía<br />

de verdad, o era una más de sus cómodas e incondicionales<br />

acompañantes, parte del séquito hispano del que se rodeaba<br />

como una seña de identidad y un refugio vivo de sus raíces familiares.<br />

No se me escapaba que la Emperatriz encontraba el<br />

consuelo de sus seres más queridos en aquella manera de entonar<br />

el latín de los hispanos, en especial del sur de la Bética, y que<br />

por aquella razón se prodigó en proteger a los músicos bailarinas<br />

y poetas que proveníamos de allí, como una especie de conjuro<br />

contra su atormentada existencia.<br />

Me resultaba difícil saber si me apreciaba o si confiaba en<br />

mí, de no ser porque sus hechos hablaban por ella más que sus<br />

palabras, que sus manifestaciones de afecto explícitas. Lo cierto<br />

es que podía haber llamado a su hermana pequeña, a Matidia,<br />

consagrada desde hacía mucho a los fuegos virginales de la<br />

diosa Vesta, cuyo templo y casa sacerdotal se hallaban muy<br />

cerca, pero me había elegido a mí para descargar su conciencia,<br />

como si yo perteneciera a su familia tanto o más que la que llevaba<br />

su misma sangre. Me había designado a mí, Julia Balbila,<br />

una poeta, como a su testigo más importante y guardián de su<br />

memoria. Lo que me contó fue mucho más de lo que hubiera<br />

confesado una hermana a otra, o una hija a su madre, más propio<br />

de la intimidad amorosa que de la fidelidad de dos amigas.<br />

Tal vez algunas amistades poseen esa inmaculada naturaleza<br />

limpia y absolutoria de la fe en el otro y su proceder honesto.<br />

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