Ángel E Rojas 186 REVISTA tenía inconveniente de compartirla con otro aficionado, a quien ella le daba de comer gratuitamente: hombre joven que le decía "bonitica" y que podía ser su hijo. El tercer hombre era el intelectual del grupo, estaba jubilado como profesor de gramática en el colegio de segunda enseñanza, y había terciado cuando joven, en ruidosos y solemnes juegos florales en el centenario plantel donde hizo carrera. En las antiguas revistas locales podía leerse romances consagrados a su ciudad natal, a la feria de setiembre, y la abigarrada orografía de la provincia, a la cual, en otro tiempo, la llamaran "el jardín botánico de <strong>América</strong>". Su mejor poesía era de seguro una que dedicara al árbol de la quina, y a la leyenda de su descubrimiento. Antes de entrar a la carrera de profesor, fue largos años Bibliotecario Municipal. Con una letra clara y prolija confeccionó, a mano, un estupendo registro de todas las publicaciones que guarnecían la biblioteca. Había adoptado un sistema decimal de Dewey, introduciéndole algunas pequeñas variantes. Fue esa una época de oro. Y resultaba asombroso recordar cómo, durante veinte años, asistió con puntualidad a su trabajo, desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, con breves intervalos para sus comidas. Era un niño mimado de sus dos hermanas solteras, que tanto se le parecían físicamente. El parecido era en efecto asombroso. La misma frente abombada, la piel llena de pecas que en las manos, de dedos finos, habían acampado sin piedad, como un ejército de hormigas de color café, los ojos un tanto saltones y el andar mediante pequeños pasitos brincones, daban la impresión que los vecinos hacían gráfica diciendo de él que era una de sus hermanas -cualquiera de ellas- con pantalones; y de ellas, que eran un Míguelíto con polleras. Miguelito le llamaban sus amistades. No le gustaba mucho el diminutivo, puesto que le parecía lo minimizaba un poco, de sus aficiones literarias le había quedado la arraigada costumbre de enviar cartas a los diarios de la capital y del puerto, que frecuentemente merecían el honor de ser publicadas. Cuando esto ocurría, se regodeaba largo y tendido entre sus compañeros de club. Uno de ellos en particular le admiraba sin tasa. Le reputaba un genio, un auténtico AMERICA 187 Ángel K Rojas genio cuya modestia le había impedido brillar con luz deslumbradora por todos los confines del mundo. Le gustaba contar historietas y resumen de las novelas y cuentos que había leído. Esto era el embeleso de algunos de sus compañeros. Sus conversaciones y comentarios, que eran de tipo elevado, eran el contraste más rotundo con su burda manera de expresarse del Narizón Pesantes, que en cambio se especializaba, con el militar retirado don Patricio, en contar los chascarrillos más sucios que éste había aprendido en el cuartel, y que contaba y recontaba para no olvidarlos. Lo pintoresco del caso es que primeramente escuchaba al antiguo hijo de Marte, y luego casi exigía que éste le oyera a su vez. En el retorno el cuento colorado descendía aun más de nivel. Lo aplebeyaba en una proporción casi inverosímil. Todo lo que él vuelve a contar es como si la historieta quedara pisoteada con unos pies como los de don José María Casas. "Goza cuando cuenta esos cuentos colorados como un chancho cuando hoza el excremento" decían sus propios compañeros.
SECCIÓN CIENTÍFICA