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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
inhumanos y estériles (aunque en ella se jugaba al croquet bajo los olmos) que<br />
se había ganado el apodo de «Reformatorio para señoritas». Por fin, la tercera<br />
carta se dirigía sin duda a mí. Leí algunas frases como «... después de un año de<br />
separación podremos...», «... oh, querido, querido mío, oh mi...», «... pero que<br />
si me hubieras traicionado con una mujer...», «... o tal vez moriré...» Pero en<br />
general, todo cuanto pude espiar me reveló poca cosa; los varios fragmentos de<br />
esas tres apresuradas misivas que tenía reunidos en las palmas de mis manos<br />
estaban tan confundidos como lo habían estado en la cabeza de la pobre<br />
Charlotte. Ese día, John tuvo que entrevistarse con un cliente, y Jean dio de<br />
comer a sus perros, de modo que me vi provisionalmente privado de la compañía<br />
de mis amigos. Esas amables personas temían que me suicidara al quedarme<br />
solo, y como no había otros amigos a mi disposición (la señorita Vecina se<br />
encontraba incomunicada, los McCoo estaban ocupados en la construcción de<br />
una casa nueva, a varias millas de la mía, y los Chatfield habían viajado a Maine,<br />
solicitados por alguna dificultad familiar), asignaron a Leslie y Louise la misión de<br />
hacerme compañía, so pretexto de ayudarme a ordenar y empacar varias cosas<br />
huérfanas. En un momento de soberbia inspiración, mostré a los bondadosos y<br />
crédulos Farlow (esperábamos que Leslie llegara para su cita con Louise) una<br />
pequeña fotografía de Charlotte que había encontrado entre sus cosas. Sonreía<br />
desde una roca, a través del pelo revuelto. Había sido tomada en abril de 1934,<br />
una primavera memorable. Durante una visita de negocios a los Estados Unidos,<br />
yo había tenido ocasión de pasar varios meses en Pisky. Nos habíamos conocido<br />
y... habíamos tenido una intensa aventura. Pero, ay, yo estaba casado y ella<br />
estaba comprometida con Haze. Cuando volví a Europa, seguimos escribiéndonos<br />
por intermedio de un amigo, ya muerto. Jean susurró que había oído algunos<br />
rumores y miró la instantánea; sin dejar de mirarla, la tendió a John, y John se<br />
quitó la pipa de los labios y miró a la encantadora e inmóvil Charlotte Becker, y<br />
me la devolvió. Después, ambos se marcharon por unas pocas horas. La dichosa<br />
Louise retozaba con su galán en el sótano.<br />
No bien se marcharon los Farlow, apareció un clérigo de barbilla azulada.<br />
Traté de que la entrevista fuera lo más breve posible, aunque sin herir sus<br />
sentimientos ni despertar sus dudas. Sí, consagraría mi vida entera al bienestar<br />
de la niña. Le mostré una crucecita que Charlotte Becker me había dado cuando<br />
éramos jóvenes. Yo tenía una prima, una solterona respetable que vivía en<br />
Nueva York. Allí encontraríamos una buena escuela privada para Dolly. ¡Oh, las<br />
argucias de Humbert!<br />
Pensando en Louise y Leslie, que podían informar –cosa que no dejaron de<br />
hacer– a John y Jean, hablé por teléfono a gritos tremendos (larga distancia) y<br />
simulé una conversación con Shirley Holmes. Cuando John y Jean volvieron, los<br />
embauqué por completo diciéndoles, en un balbuceo deliberadamente confuso y<br />
desesperado, que Lo había partido con su grupo a una excursión de cinco días y<br />
no era posible dar con ella.<br />
—Dios santo –dijo Jean–. ¿Qué haremos ahora?<br />
John dijo que la cosa era muy simple: llamaría a la policía para que<br />
alcanzara a las excursionistas; apenas le llevaría una hora de tiempo. En<br />
realidad, él mismo conocía el campo y...<br />
—Oigan –siguió–: puedo ir allá ahora mismo. Y tú puedes dormir con Jean<br />
(en realidad no agregó esto último, pero Jean apoyó su oferta con tal<br />
apasionamiento que pareció implicada en sus palabras).<br />
Me abatí. Discutí con John para que las cosas volvieran a su estado<br />
anterior. Dije que no podía soportar a la chiquilla a mi alrededor, sollozando,<br />
abrazándome. Era tan nerviosa... La experiencia podía influir sobre su futuro. Los<br />
psicoanalistas hablaban de casos así. Hubo un súbito silencio.<br />
—Bueno, tú eres el doctor –dijo John, no sin cierta brusquedad–. Pero<br />
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