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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
Después, con el romántico cuidado de un caballero a punto de batirse en duelo,<br />
verifiqué si llevaba todos mis documentos, me bañé, perfumé mi delicado<br />
cuerpo, me afeité la cara y el pecho, elegí una camisa de seda y calzoncillos<br />
limpios, me puse calcetines transparentes color gris topo y me felicité por haber<br />
llevado conmigo algunas ropas muy exquisitas, por ejemplo un chaleco con<br />
botones de nácar, una corbata de pálida cachemira y otras cosas.<br />
Por desgracia no fui capaz de retener mi desayuno. Pero ignoré ese detalle<br />
como un contretemps trivial, me sequé la boca con un fino pañuelo que tomé de<br />
mi manga, y con un bloque de hielo azul por corazón, una píldora en la lengua y<br />
una muerte segura en el bolsillo del pantalón, me dirigí hacia una cabina<br />
telefónica de Coalmont (Atth... dijo su puertecita) y llamé al único Schiller –Paul,<br />
Muebles– que encontré en la maltratada guía. El maldito Paul me dijo que<br />
conocía a Richard, hijo de una prima suya, y que su dirección era... un instante...<br />
calle Killer 18 , número 10 (no estoy muy brillante para los seudónimos). Aaaah...<br />
dijo la puertecita.<br />
En el número 10 de la calle Killer, una casa de vecindad, interrogué a unos<br />
cuantos ancianos derrengados y a dos nínfulas de rubio cabello largo,<br />
increíblemente harapientas (de manera más bien abstracta, sólo porque sí, la<br />
antigua bestia que había en mí buscaba a una niña apenas vestida que pudiera<br />
retener contra mí un instante, después del crimen, cuando ya nada importaba y<br />
todo me estuviera permitido). Sí, Dick Schiller había vivido allí, pero se había<br />
mudado al casarse. Nadie sabía su nueva dirección. «Deben de saberla en la<br />
tienda», dijo una voz de bajo que partió de una boca abierta junto a mí y a las<br />
dos niñas descalzas y de brazos flacos y sus abuelas desvaídas. Entré en una<br />
tienda que no era la indicada y un viejo negro receloso sacudió la cabeza antes<br />
de que pudiera preguntarle nada. Crucé hacia una mísera rosticería y allí,<br />
llamada por un cliente a pedido mío, una voz femenina gritó desde un abismo en<br />
el suelo (equivalente de la boca masculina): camino Hunter, última casa.<br />
El camino Hunter estaba a millas de ahí en un distrito aún más lúgubre,<br />
lleno de vaciaderos y zanjones y huertos agusanados y chozas y llovizna gris y<br />
fango rojo y varios montones humeantes a la distancia. Me detuve en la última<br />
«casa», una choza de madera, similar a otras dos o tres que se veían en las<br />
cercanías y rodeadas por un baldío plagado de maleza. Detrás de la casa se oían<br />
martillazos y durante varios minutos permanecí inmóvil en mi viejo automóvil,<br />
viejo y endeble, al fin de mi viaje, en mi triste meta, finís, amigos finis, mis<br />
demonios. Eran poco más o menos las dos. Mis pulsaciones eran 40 en un<br />
minuto y 100 al siguiente. La llovizna crepitaba contra la capota del automóvil. El<br />
revólver había emigrado al bolsillo derecho del pantalón. Un perro indescriptible<br />
apareció detrás de la casa, se detuvo asombrado y empezó a ladrarme<br />
bondadosamente, con los ojos cerrados, lleno de fango el vientre hirsuto,<br />
después caminó un trecho y volvió a ladrar.<br />
29<br />
Bajé del automóvil y cerré la puerta. Qué concreto, qué rotundo, se oyó<br />
ese portazo en el vacío día sin sol. Guau, comentó el perro distraídamente.<br />
Apreté el timbre, que vibró por todo mi sistema nervioso. Personne. Je resonne,<br />
Repersonne.<br />
Un par de centímetros más alta. Anteojos de armazón rosada. Nuevo<br />
peinado hacia arriba, orejas nuevas. ¡Qué simple! El momento, la muerte que<br />
había imaginado durante tres años era simple como un pedazo de madera seca.<br />
Estaba francamente, inmensamente encinta. La cabeza parecía más pequeña<br />
18 «Asesino».<br />
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