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Lolita - Vladimir Nabokov

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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />

perfectamente gratuita y amorosamente preparada. Lo había permanecido<br />

silenciosa y hosca durante la última etapa –doscientas millas montañosas,<br />

incontaminadas por huellas gris-humo o bandidos zigzagueantes–. Apenas miró<br />

la famosa roca de forma curiosa y espléndido rubor que se destacaba sobre las<br />

montañas y que había sido el punto de partida hacia el nirvana para una corista<br />

temperamental. La ciudad había sido recién construida, o reconstruida, sobre el<br />

chato suelo de una meseta a siete mil pies de altura. Pronto habría de aburrir a<br />

Lo, esperaba, y zarparíamos hacia California, hacia la frontera mexicana, hacia<br />

bahías míticas, desiertos con pitas, espejismos. José Lizarrabengoa, como<br />

recordarán ustedes, había planeado llevarse a su Carmen a los États Unis.<br />

Conjuré un partido de tenis en Centroamérica, en el cual participaban<br />

brillantemente Dolores Haze y varias campeonas de colegios californianos. Los<br />

viajes de buena voluntad y deporte. ¿Por qué suponía yo que seríamos felices en<br />

el extranjero? Un cambio de ambiente es la falacia tradicional sobre la cual<br />

descansan los amores –y los pulmones– condenados.<br />

La señora Hays, una viuda vivaz, enrojecida como un ladrillo y con ojos<br />

celestes que dirigía el alojamiento, me preguntó si acaso era yo suizo, porque su<br />

hermana se había casado con un profesor de ski suizo. Sí, lo era, mientras que<br />

mi hija era medio irlandesa. Firmé, la señora Hay me dio la llave y una sonrisa<br />

trémula y, aún sonriendo, me indicó dónde estacionar el automóvil. Lo bajó y se<br />

estremeció ligeramente: el luminoso aire del crepúsculo era decididamente<br />

fresco. No bien entró en la cabina, se arrojó en una silla ante una mesa de juego<br />

y apoyó la cabeza en el ángulo de su brazo doblado. Dijo que se sentía muy mal.<br />

Mientes, pensé; mentiras para evitar mis caricias. Yo me sentía<br />

apasionadamente abrasado; pero ella empezó a sollozar con insólita intensidad<br />

cuando intenté mimarla. <strong>Lolita</strong> enferma. <strong>Lolita</strong> moribunda. ¡Le ardía la piel! Le<br />

tomé la temperatura por vía oral, y después consulté una fórmula borroneada en<br />

una libreta. Después de reducir laboriosamente los grados Fahrenheit –<br />

incomprensibles para mí– a los íntimos grados centígrados de mi niñez, encontré<br />

que tenía 40,4 grados, cosa que por fin significaba algo. Sabía que las nínfulas<br />

histéricas pueden pasar por todas las temperaturas, inclusive las que exceden un<br />

límite fatal. Y le habría dado un vaso de vino caliente con canela y dos aspirinas,<br />

le habría besado sin más la frente ardorosa, si tras un examen de su<br />

encantadora úvula –uno de los tesoros de su cuerpo– no hubiera advertido que<br />

estaba demasiado roja. La desvestí. Su aliento era agridulce. Su rosa parda sabía<br />

a sangre. Temblaba de la cabeza a los pies. Se quejó de una dolorosa rigidez de<br />

las vértebras superiores y yo pensé, como todo padre norteamericano habría<br />

hecho, en la poliomielitis. Abandonando toda esperanza de contacto sexual, la<br />

envolví en una manta y la llevé al automóvil. La amable señora Hays había<br />

avisado al médico, mientras tanto. «Tiene usted suerte de que haya ocurrido<br />

aquí», me dijo: no sólo el doctor Blue era el mejor hombre del distrito, sino que<br />

el hospital de Elphinstone era todo lo moderno que podía imaginarse, a pesar de<br />

su capacidad limitada. Perseguido por un Erlkonig heterosexual fui hacia allí,<br />

deslumbrado por un crepúsculo real y guiado por una mujeruca, una bruja<br />

portátil –quizá hermana de Erlkonig– a quien me había recomendado la señora<br />

Hays y a la que nunca volvería a ver. El doctor Blue, cuya ciencia era sin duda<br />

infinitamente inferior a su reputación, me aseguró que era un virus infeccioso, y<br />

cuando aludí a su grippe relativamente reciente, dijo lacónicamente que ése era<br />

otro cantar. Había tenido en sus manos cuarenta casos parecidos. Todo eso<br />

sonaba como la «calentura» de los antiguos. Me pregunté si debía mencionar,<br />

con una risilla, que mi hija de quince años había tenido un accidente sin<br />

importancia al trepar un cerco con un amigo, pero sabiéndome borracho decidí<br />

posponer la información hasta que fuera necesaria. Dije a un esperpento rubio<br />

que oficiaba como secretaria, que mi hija tenía «prácticamente dieciséis años».<br />

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