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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
su dormitorio, luchando por enterarse del motivo de nuestra riña.<br />
«Ese alboroto... no tiene sentido... –graznaba el receptor–, esto no es un<br />
inquilinato... Debo advertirle...»<br />
Pedí disculpas por los ruidosos amigos de mi hija. Son jóvenes, usted<br />
comprende... y corté un nuevo graznido.<br />
Abajo resonó la puerta de la calle. ¿Lo? ¿Habría huido?<br />
A través del ventanuco de la escalera vi un fantasma impetuoso que se<br />
deslizaba entre los arbustos, un punto plateado en la oscuridad –llanta de rueda<br />
de bicicleta– que se movía, centelleaba y desaparecía.<br />
El azar había querido que el automóvil pasara esa noche en un taller<br />
mecánico de la ciudad. No tenía otra alternativa que perseguir a pie a la alada<br />
fugitiva. Aún hoy, a tres años de distancia, no puedo evocar esa calle en una<br />
noche de primavera, esa calle con árboles ya tan poblados, sin un<br />
estremecimiento de pánico. Frente a su puerta iluminada la señorita Lester<br />
paseaba el perro hidrópico de la señorita Fabian. El señor Hyde casi tropezó con<br />
él. Caminaba tres pasos y corría otros tres. Una lluvia tibia empezó a tamborilear<br />
sobre las hojas de castaño. En la esquina siguiente, apretando a <strong>Lolita</strong> contra<br />
una baranda de hierro, un joven borroso la besaba... no, no era ella. Todavía con<br />
una comezón en mis garras, seguí la carrera.<br />
A media milla del número catorce, la calle Thayer se confunde con un<br />
terreno privado y una calle diagonal; ésta lleva al centro de la ciudad. Frente al<br />
primer bar vi –¡con qué melodía de alivio!– la fulgurante bicicleta de <strong>Lolita</strong> que<br />
estaba aguardándola. Empujé, en vez de tirar, tiré, empujé, tiré y entré. A unos<br />
diez pasos <strong>Lolita</strong>, a través del cristal de una cabina telefónica (el dios<br />
membranoso seguía acompañándome), ahuecando la mano sobre el tubo y<br />
confidencialmente inclinada sobre él, fijos sus ojos en mí, se volvió con su<br />
tesoro, cortó a toda prisa y salió meneándose.<br />
—Traté de llamarte a casa –dijo vivazmente–. He tomado una gran<br />
decisión. Pero antes ofréceme una bebida, papá.<br />
Observo a la muchacha indiferente que puso el hielo en el vaso, después el<br />
helado, después el jarabe de cereza, mientras mi corazón ardía de ansia y amor.<br />
Ese puñado de criatura. Mi encantadora criatura. Tiene usted una hija<br />
encantadora, señor Humbert. Siempre la admiramos cuando pasa. El señor Pim<br />
observaba cómo Pippa sorbía su refresco.<br />
J'ai toujours admiré l'oeuvre ormonde du sublime Dublinois. Mientras<br />
tanto, la lluvia se había convertido en una ducha voluptuosa.<br />
—Oye –me dijo Lo haciendo rodar a mi lado la bicicleta, arrastrando un pie<br />
sobre la acera de oscuro brillo–. He decidido algo. Quiero salir de esa escuela. La<br />
odio. Odio la representación. ¡La odio de veras! No quiero volver nunca,<br />
encontraremos otra. Vayámonos en seguida. Empecemos un largo viaje de<br />
nuevo. Pero esta vez iremos a donde yo quiera, ¿no es cierto?<br />
—Soy yo quien elige. C'est entendu? –dijo bamboleandose un poco a mi<br />
lado. Sólo empleaba el francés cuando quería ser una niñita muy buena.<br />
—Bueno, entendu. Ahora apúrate, Lenore, o te empaparás.<br />
Una tempestad de sollozos colmaba mi pecho.<br />
Lo descubrió sus dientes en un adorable mohín de colegiala, se inclinó<br />
adelante y se marchó pedaleando, pájaro mío.<br />
La mano cuidada de la señorita Lester abría la puerta para un perro viejo<br />
de andar derrengado qui prenait son temps.<br />
Lo me esperaba cerca del abedul espectral.<br />
—Estoy hecha una sopa –declaró con voz aguda–. ¿Estás contento? ¡Al<br />
diablo con la representación! ¿Entiendes?<br />
La garra de una bruja invisible cerró la ventana de un primer piso.<br />
En nuestro pasillo, ardiente de luces acogedoras, mi <strong>Lolita</strong> se quitó el<br />
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