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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
alivio de esos paradójicos mojigatos, algún editor intentara disimular o suprimir<br />
escenas que cierto tipo de mentalidad llamaría «afrodisíacas» (véase en este<br />
sentido la documental resolución sentenciada el 6 de diciembre de 1933 por el<br />
Honorable John M. Woolsey con respecto a otro libro, considerablemente más<br />
explícito), habría que desistir por completo de la publicación de <strong>Lolita</strong>, puesto<br />
que esas escenas mismas –que torpemente podríamos acusar de poseer una<br />
existencia sensual y gratuita– son las más estrictamente funcionales en el<br />
desarrollo de una trágica narración que apunta sin desviarse nada menos que a<br />
una apoteosis moral. El cínico alegará que la pornografía comercial tiene la<br />
misma pretensión; el médico objetará que la apasionada confesión de «H. H.» es<br />
una tempestad en un tubo de ensayo; que por lo menos el doce por ciento de los<br />
varones adultos norteamericanos –estimación harto moderada según la doctora<br />
Blanche Schwarzmann (comunicación verbal)– pasan anualmente de un modo u<br />
otro por la peculiar experiencia descrita con tal desesperación por «H. H.»; que<br />
si nuestro ofuscado autobiógrafo hubiera consultado, en ese verano fatal de<br />
1947, a un psicópata competente, no habría ocurrido el desastre. Pero tampoco<br />
habría aparecido este libro.<br />
Se excusará a este comentador que repita lo que ha enfatizado en sus<br />
libros y conferencias: lo ofensivo no suele ser más que un sinónimo de lo<br />
insólito. Una obra de arte es, desde luego, siempre original; su naturaleza<br />
misma, por lo tanto, hace que se presente como una sorpresa más o menos<br />
alarmante. No tengo la intención de glorificar a «H. H.». Sin duda, es un hombre<br />
abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de<br />
ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no<br />
puede ejercer atracción. Su capricho llega a la extravagancia. Muchas de sus<br />
opiniones formuladas aquí y allá sobre las gentes y el paisaje de este país son<br />
ridículas. Cierta desesperada honradez que vibra en su confesión no lo absuelve<br />
de pecados de diabólica astucia. Es un anormal. No es un caballero. Pero, ¡con<br />
qué magia su violín armonioso conjura en nosotros una ternura, una compasión<br />
hacia <strong>Lolita</strong> que nos entrega a la fascinación del libro, al propio tiempo que<br />
abominamos de su autor!<br />
Como exposición de un caso, <strong>Lolita</strong> habrá de ser, sin duda, una obra<br />
clásica en los círculos psiquiátricos. Como obra de arte, trasciende su aspecto<br />
expiatorio. Y más importante aún, para nosotros, que su trascendencia científica<br />
y su dignidad literaria es el impacto ético que el libro tendrá sobre el lector serio.<br />
Pues en este punzante estudio personal se encierra una lección general. La niña<br />
descarriada, la madre egoísta, el anheloso maniático no son tan sólo vívidos<br />
caracteres de una historia única; nos previenen contra peligrosas tendencias,<br />
evidencian males poderosos. <strong>Lolita</strong> hará que todos nosotros –padres, sociólogos,<br />
educadores– nos consagremos con celo y visión mucho mayores a la tarea de<br />
lograr una generación mejor en un mundo más seguro.<br />
JOHN RAY JR., Doctor en Filosofía, Widworth, Mass.<br />
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