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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
con la zapatilla que tenía en la otra mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido<br />
nada!<br />
Con un pañuelo de seda multicolor sobre el cual se detuvieron al pasar,<br />
sus ojos de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una euforia<br />
de abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al teléfono,<br />
discutiendo con su madre (mi Carmencita quería que la llevaran en automóvil)<br />
cuando subí las escaleras cantando cada vez más fuerte para provocar un diluvio<br />
de agua humeante y rugiente en la bañera.<br />
Ahora puedo recordar también las palabras de esa canción, que, según<br />
creo, nunca supe muy bien:<br />
Esta noche en tu puerta,<br />
mi Carmencita,<br />
bajo el cielo y la luna<br />
nos pelearemos.<br />
Tarlatán amarillo<br />
y arroz con leche.<br />
La cabeza me duele<br />
de ser tu amante.<br />
El fusil alevoso<br />
que ha de matarte,<br />
en el puño lo llevo,<br />
no he de soltarlo.<br />
(Supongo que tomó su treinta y dos y le metió una bala entre los ojos a su<br />
muñeca).<br />
14<br />
Almorcé en la ciudad: hacía años que no sentía tanta hambre. Cuando<br />
volví a mi vagabundeo, la casa seguía sin <strong>Lolita</strong>. Pasé la tarde pensando,<br />
proyectando, dirigiendo dichosamente mi experiencia de la mañana.<br />
Me sentía orgulloso de mí mismo. Había hurtado la miel de un espasmo sin<br />
perturbar la moral de una menor. No había hecho el menor daño. El mago había<br />
echado leche, melaza, espumoso champaña en el blanco bolso nuevo de una<br />
damita, y el bolso estaba intacto. Así había construido, delicadamente, mi sueño<br />
innoble, ardiente, pecaminoso, pero <strong>Lolita</strong> estaba a salvo, y también yo. Lo que<br />
había poseído frenéticamente, cobijándolo en mi regazo, empotrándolo, no era<br />
ella misma, sino mi propia creación, otra <strong>Lolita</strong> fantástica, acaso más real que<br />
<strong>Lolita</strong>. Una <strong>Lolita</strong> que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni conciencia, sin vida<br />
propia.<br />
La niña no sabía nada. No le había hecho nada. Y nada me impedía repetir<br />
una maniobra que la había afectado tan poco, como si hubiera sido ella una<br />
imagen fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un humilde encorvado que<br />
se atormentaba a sí mismo en la oscuridad. La tarde siguió fluyendo, en maduro<br />
silencio, y los altos árboles llenos de savia parecían saberlo todo; el deseo, aún<br />
más intenso que antes, empezó a dolerme de nuevo. Que vuelva pronto, rogué,<br />
dirigiéndome a un Dios prestado. Que mientras mamá esté en la cocina,<br />
podamos representar nuevamente la escena del escritorio. Por favor, la adoro<br />
tan horriblemente...<br />
No. «Horriblemente» no es el término exacto. El júbilo con que me llenaba<br />
la visión de nuevos deleites no era horrible, sino patético. Patético, porque a<br />
pesar del fuego insaciable de mi apetito venéreo, me proponía con la fuerza y<br />
resolución más fervientes proteger la pureza de esa niña de doce años.<br />
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