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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
gracia que había creado con el expreso fin de caer sobre él con un límpido<br />
zumbido de su látigo dorado.<br />
Ese «saque» tenía belleza, precisión, juventud, una pureza de trayectoria<br />
clásica, y a pesar de su instantaneidad era muy fácil devolverlo, ya que en su<br />
vuelo largo y elegante no había el menor desvío.<br />
Gimo de frustración cuando pienso que hoy podría tener inmortalizados en<br />
cintas de celuloide cada tiro suyo, cada hechizo... ¡Habrían sido tantos más que<br />
las instantáneas que quemé! Su voleo se vinculaba al «saque» como el envío a la<br />
balada; pues habían enseñado a mi chiquilla a dar unos rápidos pasillos hacia la<br />
red con sus pies ágiles, vivientes, calzados de blanco. Brazo e impulso eran<br />
indiscernibles: eran imágenes mutuamente reflejadas... mis entrañas aún se<br />
estremecen con esos estallidos reiterados por esos trémulos y los gritos de<br />
Electra. Una de las proezas de Dolly era un breve voleo que Ned Litman le había<br />
enseñado en California.<br />
Prefería representar a nadar, y nadar a jugar al tenis; pero insisto en que<br />
si algo no se hubiera roto en su interior, por su relación conmigo –¡cómo no lo<br />
advertí entonces!–, la voluntad de ganar habría coronado su forma perfecta y<br />
habría sido una verdadera campeona. Dolores con dos raquetas bajo el brazo en<br />
Wimbledon. Dolores profesional. Dolores actuando como joven campeona en una<br />
película. Dolores y su marido-entrenador, el gris, humilde y silencioso Humbert.<br />
No había en el espíritu de su juego nada avieso o torcido, a menos que<br />
consideráramos como un alarde de nínfula su alegre indiferencia por los<br />
resultados. Ella, tan cruel y astuta en la vida cotidiana, revelaba en sus «saques»<br />
una inocencia, una franqueza, una amabilidad que permitían a un jugador de<br />
segundo orden, pero resuelto, abrirse paso hacia la victoria por ineficaz que<br />
fuera. A pesar de su estatura baja, cubría con facilidad maravillosa toda la<br />
extensión de su mitad de la cancha cuando adquiría el ritmo del partido, y en la<br />
medida en que podía gobernarlo. Pero cualquier ataque repentino, cualquier<br />
súbito cambio de táctica por parte de su adversario la dejaban indefensa. Su<br />
segundo «saque» que, típicamente, era más fuerte y de estilo más firme que el<br />
primero (pues carecía de las inhibiciones características en los ganadores<br />
cautelosos) hacía vibrar las cuerdas de la red y rebotaba fuera de la cancha. La<br />
pulida gema de su envío era rechazada por un adversario que parecía tener<br />
cuatro piernas y blandir una paleta curva. Sus dramáticos reveses y<br />
encantadores voleos caían candorosamente a los pies del enemigo. Una y otra<br />
vez enviaba la pelota a la red, y fingía una alegre desesperación, asumiendo<br />
actitudes de ballet y sacudiendo sus mechones. Tan estériles eran su gracia y<br />
sus atajadas, que ni siquiera habría ganado a un jugador anticuado y jadeando<br />
como yo.<br />
Supongo que soy especialmente susceptible a la magia de los juegos. En<br />
mis sesiones de ajedrez con Gastón veía el tablero como un estanque cuadrado<br />
de agua límpida, como conchas extrañas y estratagemas rosadamente visibles<br />
en el fondo teselado que para mi ofuscado adversario era todo fango. De manera<br />
semejante, las primeras lecciones de tenis que yo había infligido a <strong>Lolita</strong> –previas<br />
a las revelaciones que se produjeron durante las grandes lecciones de California–<br />
subsistieron en mí como recuerdos opresivos y angustiosos, no sólo porque Lo se<br />
mostraba irremediablemente, exasperadamente exasperada por cada sugestión<br />
mía, sino también porque la preciosa simetría de la cancha, en vez de reflejar las<br />
armonías latentes en ella se mezclaban de manera inextricable con la torpeza y<br />
lasitud de la reacia niña que yo no lograba adiestrar. Ahora las cosas eran<br />
diferentes, y ése día especial, en el puro aire de Champion, Colorado, en esa<br />
cancha admirable al pie de las escaleras de piedra que llevaban al hotel<br />
Champion, donde habíamos pasado la noche, sentí que podía descansar de la<br />
pesadilla de traiciones ignoradas en la inocencia de su estilo, de su alma, de su<br />
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