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<strong>Vladimir</strong> <strong>Nabokov</strong> <strong>Lolita</strong><br />
criada y cocinera de mala muerte que había heredado, juntamente con la<br />
aspiradora, de los inquilinos anteriores. Dolly almorzaba en la escuela, de modo<br />
que no había que preocuparse por ese lado, y yo me había habituado a<br />
suministrarle un buen desayuno y a calentar la comida preparada por la señora<br />
Holigan antes de partir. Esa mujer inofensiva y amable tenía, por fortuna, una<br />
mirada miope que ignoraba los detalles; por lo demás, yo me había hecho<br />
experto en el arte de tender la cama. Pero me perseguía incesantemente la<br />
obsesión de que una mancha fatal hubiera quedado en alguna parte o de que, en<br />
las raras ocasiones en que coincidían la presencia de la Holigan y de Lo, la boba<br />
de Lo sucumbiera a la simpatía de una agradable charla en la cocina. A veces<br />
tenía la sensación de vivir en una casa de cristal iluminada y de que en cualquier<br />
momento, un rostro de pergamino, con labios sutiles, atisbara por una ventana<br />
sin visillos para obtener una rápida imagen de cosas que el voyeur más<br />
experimentado habría pagado una fortuna por ver.<br />
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Unas palabras sobre Gastón Godin. El motivo principal por el cual yo<br />
disfrutaba –o al menos toleraba con alivio– su compañía era el hechizo de<br />
absoluta seguridad con que su amplia persona envolvía mi secreto. No es que lo<br />
supiera; yo no tenía razones especiales para confiar en él y Godin era demasiado<br />
concentrado y abstraído en sí mismo para advertir o recelar nada que pudiera<br />
provocar una pregunta desembozada de su parte y una respuesta no menos<br />
desembozada de la mía. Hablaba bien de mí a los beardleyenses, era un buen<br />
heraldo mío. De haber descubierto mes goûts y la situación de <strong>Lolita</strong>, la cosa<br />
apenas le habría interesado en la medida en que aclaraba la simplicidad de mi<br />
actitud hacia él, cuya propia actitud estaba tan exenta de tiesura convencional<br />
como de alusiones obscenas. Pues, a pesar de su mente incolora y su memoria<br />
confusa, quizá tenía conciencia de que yo sabía de él más que los burgueses de<br />
Beardsley. Era un solterón fofo, melancólico, de cara carnosa, cuyo cuerpo iba<br />
afinándose –en forma trapezoidal– hacia un par de hombros estrechos, no<br />
exactamente al mismo nivel, y de cabeza cónica como una pera que tenía a un<br />
lado pelos lacios y al otro unas pocas cerdas pegoteadas. Pero la parte inferior de<br />
su cuerpo era enorme, y deambulaba con un curioso ritmo elefantino mediante<br />
un par de piernas fenomenalmente rechonchas. Siempre vestía de negro, hasta<br />
su corbata era una parodia. ¡Y, sin embargo, todos lo consideraban un tipo de<br />
máximo encanto, de encantadora extravagancia! Los vecinos lo miraban, sabía<br />
los nombres de todos los niños de la zona (vivía a pocas cuadras de mi casa) y<br />
algunos de ellos limpiaban su acera, quemaban las hojas de su jardín, llevaban<br />
leña para su cobertizo y hasta hacían simples faenas en su casa. Por su parte, él<br />
les regalaba con exquisitos bombones rellenos de licor de verdad –en la<br />
intimidad de un cuchitril arreglado a la oriental, en un sótano, con dagas y<br />
pistolas curiosas dispuestas en las paredes mohosas adornadas con tapices,<br />
entre las tuberías disfrazadas del agua caliente–. En la parte superior tenía un<br />
estudio (pintaba un poco, el viejo farsante). Había decorado la pared en declive<br />
(no se trataba en realidad sino de una bohardilla) con grandes fotografías del<br />
pensativo André Gide, Chaikovski, Norman Douglas, otros dos conocidos<br />
escritores ingleses, Nijinsky (todo muslos y hojas de higuera), Harold D.<br />
Doublename (un profesor de izquierda en una universidad del oeste, con ojos<br />
brumosos) y Marcel Proust. Todas esas pobres personas parecían a punto de<br />
caer sobre los visitantes desde su plano inclinado. También tenía un álbum con<br />
instantáneas de todos los muchachillos de la vecindad, y cuando yo lo hojeaba y<br />
hacía alguna observación al azar, Gastón apretaba los labios y decía con un<br />
anheloso susurro: «Oui, ils son gentils». Sus ojos castaños paseaban por sobre<br />
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