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VE-18 NOVIEMBRE 2015

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—Marina, ¿a ti te gustaría que alguien descubriera un tesoro<br />

tuyo?<br />

—¿Un tesoro mamá?<br />

—Algo que te hubieran entregado, que tú guardaras en secreto.<br />

Dime ¿te gustaría?<br />

—No.<br />

—Pues entonces, cariño. Pues entonces.<br />

Marina recordó cuando registró el bolso de su madre, y halló<br />

una carta sin remite. Su niñez pícara pudo más que el miedo al<br />

castigo y la leyó. Unas letras envueltas en papel moneda: «Para que<br />

mi hija, Marinita, pueda estudiar lo que quiera, comprar libros,<br />

muchos libros, y leer tanto como hice yo» Enloqueció de contento.<br />

Mamá le había explicado que padre murió en la guerra, así que al<br />

entrar de súbito en la habitación grande, Marina se dió cuenta de su<br />

invasión inexcusable.<br />

—No la he leído. Lo juro.<br />

—Te creo hija. Tú nunca dices mentiras.<br />

Y le habló de los tesoros.<br />

Pero ahora era distinto. Ahora había encontrado un tesoro<br />

verdadero. Que era de nadie. Mamá estaba en misa, dormido el tío<br />

Bernardo. Y en el fondo de un cajón la carta maldita.<br />

Marina pensó y pensó. Fabular sobre qué iba a encontrarse<br />

aumentaba su deseo y multiplicaba su júbilo. Divertimento morboso<br />

de una mente inquieta, mente de chiquilla. Con sus manitas de<br />

muñeca rompió el lacre. A mil por hora bombeando sangre. Uno, dos,<br />

respirando fuerte. Tragando saliva. Sudando un poco. Miró de reojo<br />

hacia la mecedora. Y profanó el sancta-sanctórum de su inocencia<br />

precavida.<br />

«Que sepas que ya no te quiero. Te vi cuando regresaste, el día<br />

que el aprendiz de ebanistería trajo el secreter. Sí, el de los diez<br />

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