VE-18 NOVIEMBRE 2015
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de Butare, arrojaba imágenes fantasmagóricas sobre las paredes. A<br />
tientas buscó el reloj. Eran poco más de las tres, la hora de siempre. A<br />
su lado, el pequeño Vincent dio un respingo. Carine acarició con<br />
ternura el rostro de su hijo; la curva de la nariz estrecha, las cuencas<br />
de los ojos almendrados, la piel clara, idéntica a la de su padre.<br />
Denís… Hacía semanas que no sabía de él. Quizás había llegado ya a<br />
Europa.<br />
La muchacha se deslizó de la cama con cuidado para no<br />
despertar al niño. Miró por la ventana. En la oscuridad brillaba la<br />
luna llena, idéntica a la piel de los tambores de la aldea. Recordó a su<br />
padre, descendiente de guerreros intore. Padre era uno de los<br />
elegidos para tocar el ingoma. De niña, sentada sobre sus talones,<br />
Carine podía permanecer horas enteras mirando los brazos largos y<br />
musculosos de Padre, el cuello esbelto escapando de la túnica<br />
sacramental, los imirishyo golpeando con fuerza la piel de cabra,<br />
tensa y caliente, para dar el tono justo. Su tambor, el inyahura,<br />
marcaba el ritmo, imitando el canto de la tierra. Ella hubiera querido<br />
ser como Padre pero sólo los hombres podían tocar un instrumento<br />
sagrado en el baile de los intore.<br />
Carine se estremeció con el recuerdo. Con una toalla mojó su<br />
nuca y sus brazos y se frotó los ojos insomnes. El sonido de los<br />
tambores resonaba en su mente una y otra vez. Era un sonido rítmico<br />
que le hacía olvidar el dolor que anidaba en su alma desde aquella<br />
noche en que los gritos y el llanto quisieron ahogar para siempre la<br />
música de los tambores. Era primavera y acababa de cumplir ocho<br />
años, la misma edad de Vincent. La guerra civil sacudía Ruanda<br />
sembrando el terror, devorando cuantas vidas encontraba a su paso.<br />
La niña era capaz de sentir el miedo, que se extendía a su alrededor<br />
como una tela de araña. Aquella noche, sobre las tres, su madre la<br />
despertó. Madre llevaba sobre la cabeza un hatillo con sus escasas<br />
pertenencias y, en la espalda, a la pequeña Agnes. «Vamos, en la<br />
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