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Muchas veces ocurre que el ambicioso místico, al final de su<br />
duro y espinoso camino, descubre que Dios se encuentra en<br />
él, oculto en su yo, en el seno de su alma imperceptible. El<br />
dios que se soñaba es la cosa en sí de la que hablaba Kant,<br />
una presencia íntima, velada y subjetiva, en la que se necesita<br />
creer como idealidad para alcanzar su ambición de Absoluto.<br />
10<br />
V<br />
De rasgos más positivos, o al menos con resultados más<br />
claros, se presenta la ambición de los grandes empresarios.<br />
El economista Joseph Schumpeter celebra el espíritu<br />
innovador de estos hombres, la gracia técnica, las novedades<br />
que han aportado a las revoluciones industriales. Su ambición<br />
ha sido el motor de las grandes transformaciones sociales. Sin<br />
esta ambición no existiría, por ejemplo, la industria moderna.<br />
Para ellos no existieron fronteras y el único mundo reconocido<br />
fue el mercado. El historiador E. J. Hobsbawn, en La<br />
era del Capital sostiene que “sin duda alguna, los profetas<br />
de la burguesía del siglo XIX lucharon por un mundo más o<br />
menos igual, pero donde todos los gobiernos reconocerían las<br />
pequeñas verdades de la economía y el liberalismo, llevadas a<br />
través del planeta por misioneros más poderosos que los que<br />
tuvieron el cristianismo o el Islam: un mundo hecho a imagen<br />
de la burguesía, en el que desaparecerían las diferencias<br />
nacionales”.<br />
Sin embargo, luego de consumar su audacia, muchos se<br />
convirtieron en feroces aves de presa sedientos de beneficios,<br />
avariciosos acumuladores, hasta provocar la desilusión del<br />
más entusiasta de sus admiradores: el propio Schumpeter. La<br />
ambición venció a estos hombres que, doblegados, debieron<br />
dejar su poder a una casta de siempre jóvenes ejecutivos, sin<br />
más habilidad que la de ser burócratas de la eficacia, pero<br />
sin la renovadora ambición creativa de aquellos prometeicos<br />
emprendedores de ayer.<br />
VI<br />
Quizá una de las caras más generosas de la ambición sea la<br />
mística, esa búsqueda del amor absoluto: alcanza con desear<br />
el Todo. En busca de su unión sublime, el místico lo abandona<br />
todo y se deja sumergir en la categórica noche de los<br />
sentidos. No ve ni oye más que al llamado de su búsqueda.<br />
Abdica de sí mismo para llegar a la fusión con Dios, sin atributos,<br />
cualidades, a la espera de una comunicación secreta e<br />
intransferible que será toda su recompensa y armoniza su ser<br />
en el mundo.<br />
VII<br />
¿Es posible vivir sin ambiciones ni metas ideales? Por supuesto,<br />
y detrás de esta postura se ubica el escéptico, el indiferente,<br />
pero también traduce una postura romántica, como la de<br />
Lord Byron, en una manifestación del desdén por el mundo<br />
que lo rodea o bien una cierta tristeza, spleen de andar por la<br />
vida sin un ideal visible. El displicente puede ser un individuo<br />
que, harto de vivir, se siente por encima de los demás o bien,<br />
por no haber vivido lo suficiente, mantiene una distancia de<br />
extrañeza respecto a quienes le rodean. Tras la displicencia se<br />
esconde el temor al sufrimiento, al choque de la pasión propia<br />
con otras pasiones. Pero si es fácil ser displicente, resulta muy<br />
difícil mantenerse por completo desapegado. Lo natural es<br />
interesarse, mantener una dialéctica si no con todo, al menos<br />
con una fracción de la realidad que nos despierte la sensación<br />
de estar vivos. El ser humano es un ser social, a fin de cuentas,<br />
por lo que un desapego total resulta incompatible con la supervivencia<br />
del individuo.<br />
Una brizna de ambición, un soplo de pasión, es tan indispensable<br />
para la existencia como el mismo aire que se respira. El<br />
flâneur que describe Walter Benjamin es un displicente,<br />
que lleva dentro de sí una imagen ideal, la idea platónica del<br />
Bien, el producto perfecto. A la vez, paradójicamente, es el<br />
ambicioso más radical, pues bajo su máscara indolente esconde<br />
un deseo que va más allá de los límites naturales. Como<br />
en el caso de muchos artistas, ambiciona lo invisible y no la<br />
realidad de un objeto. Sueña, en secreto, con la inmortalidad.<br />
VIII<br />
En verdad, por muy hostil que se muestre, no es el mundo<br />
exterior lo que se opone al cumplimiento de nuestras ambiciones.<br />
Son los otros, este, aquel, pero sobre todo uno mismo<br />
quien siembra obstáculos para impedir su culminación.<br />
Alcanzar una ambición implica muchas veces un enfrentamiento,<br />
una lucha de intereses contrapuestos.<br />
Toda ambición se consume al realizarse o se frustra. En el<br />
primer caso, traerá satisfacción, orgullo de la misión cumplida<br />
y la renovación de un nuevo deseo. En el otro, habrá<br />
resquemor y una melancólica resignación, cuando no abierta<br />
amargura. Queda un tercer camino: seguir inquiriendo sobre<br />
el misterio de la existencia aun cuando los resultados nos<br />
abandonen y el horizonte parezca desierto. “Cantar es Ser”,<br />
afirmaba Rilke, porque quien canta no está satisfecho jamás<br />
y su ambición, entonces, se proyecta al infinito, hasta abrazar<br />
a todos los seres, a las cosas visibles e invisibles