VE-37 DICIEMBRE 2017
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Niños de nadie<br />
Elmer Mendoza nació un día de invierno frío y lluvioso. Nadie<br />
recuerda con exactitud la fecha pero sí el frío y la lluvia, inmisericorde<br />
y torrencial, que por aquel tiempo cayó durante días. Y la niebla. Una<br />
niebla espesa que llegó de golpe a la ciudad borrando todas las cosas.<br />
Tal vez fuera enero. Tal vez no. Nunca a causa de semejante olvido<br />
ha celebrado su cumpleaños. Nunca ha tenido regalos, tartas, ni velas<br />
a las que infantiles deseos soplar.<br />
Aquel invierno, el invierno de doce o quizá trece años atrás en<br />
que Elmer vino al mundo, habían vendido sus padres la poca tierra<br />
que en su aldea natal tenían y, esperanzados como nunca estuvieron,<br />
como ya nunca volverían a estarlo, a pesar de la multitud de miedos e<br />
incertidumbres que, inclementes, sobre ellos se cernían, habían<br />
marchado a la capital en busca de un futuro más próspero para el hijo<br />
que en camino venía. Pero sabido es que nunca tuvo compasión con<br />
los pobres el destino y solo un terreno en un suburbio de la periferia,<br />
más allá del extrarradio, de las vías, de los edificios grises y las<br />
inevitables torres de alta tensión, un terreno próximo en exceso al<br />
inmenso vertedero que el contorno de aquella ciudad inhóspita y<br />
áspera como pocas delimita, fue lo que el perverso azar les reservó y a<br />
lo que hubieron su nueva vida de conformar.<br />
Allí, a escasos metros de la cerca, con incansable y tenaz<br />
esfuerzo, cultivan desde entonces berenjenas, calabacines, coles y<br />
tomates que pocas veces consiguen vender. Y allí, al filo de la<br />
desolación y la impotencia, clavada la angustia en el pecho,<br />
hondamente herido su corazón, casi vencidos, lágrimas de rabia y<br />
desaliento, lágrimas con un amargo sabor a exilio y a derrota, lloran<br />
sin ruido cada noche —ojos hundidos y cansados— en un triste duelo<br />
por la pérdida de aquella ya tan lejana, ingenua y efímera ilusión,<br />
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